domingo, 6 de septiembre de 2020

¿PARA QUÉ ESCRIBIR SI NO ES NEGOCIO?

 Jeremías Ramírez

 

¿Se ha preguntado por qué hacemos muchas cosas por gusto, por pasión, y aunque no ganemos nada, y no dejaríamos de hacerlo?

            Es cierto que hacemos muchas cosas por dinero, también por ego o por la búsqueda barata del aplauso, pero no siempre eso nos apasiona. Tan pronto vemos la posibilidad de abandonar esa actividad, lo hacemos sobre todo cuando un día nos damos cuenta que no tiene sentido.

            Yo me preguntado muchas veces por qué escribimos los que escribimos, aunque esto nos lleve a pasar penurias. Gabriel García Márquez estuvo encerrado dos años escribiendo Cien años de soledad, viviendo en la miseria, pidiendo prestado o empeñando sus pertenencias.

En los países primer mundistas como Francia, Alemania, Inglaterra, Japón o Estados Unidos escribir es una profesión bien remunerada, pero en los países tercermundistas son muy poco los escritores que viven de su oficio. Generalmente tienen un trabajo o una profesión ajena a la escritura. Escriben en horas ingratas robándole tiempo a la familia o a las diversiones. Y para la mayoría, las largas horas dedicadas al oficio de escribir no se ven recompensadas económicamente. Entonces ¿por qué escribimos?

            Respondo desde la experiencia personal o de los amigos escritores: el ser humano ha sido diseñado para crear. Todos tienen el potencial para hacerlo. Unos crean autos o aviones o cohetes; otros, vacunas, unidades productivas, métodos de trabajo, métodos de enseñanza, técnicas curativas, formas nuevas de cultivo de plantas… y de esa manera logran realizarse, es decir, le dan sentido a su existencia, porque el ser humano es un homo creator, un ser nacido para crear.

Para un escritor, escribir es una cuestión interna, personal, y al hacerlo descubrimos que es algo que nos provoca una intensa felicidad. 

Esta es la segunda razón que explica porque hacemos lo que nos apasiona: la creación produce un gozo, una alegría tan intensa que no podemos dejar de hacerla.

Quizá aquí cabría la preguntarnos por qué entonces ciertas personas parece que gozan destruyendo. La verdad, no tengo respuesta. 

Tal vez las personas no creativas en algún momento echaron a perder su talento. Algunos dicen que el lugar más propicio para perder la capacidad de inventiva es la escuela. Y en cierta forma es cierto cuando la educación se convierte en una mera actividad mecánica y repetitiva, pero también la familia contribuye a echar a perder los talentos creativos: “¿Escritor? Te vas a morir de hambre”, es la sentencia que le dicen a quién se atreve a manifestar el deseo de dedicarse a este arte.

            Un escritor siente la necesidad de crear mundos, a veces tan parecidos al nuestro, aveces completamente ajeno donde los personajes pueden ser muy grandes, gigantescos, o pequeños como hormigas o nunca envejecer, como Peter Pan o volar como las aves… 

            De hecho, a partir de esos mundos imaginarios otros creadores se inspiran para desarrollar nuevos inventos. Antes de que el hombre pudiera volar, la literatura ya había escrito sobre esta posibilidad.

Ahora bien, cuál es el inicio de un escritor. Todo escritor primero es un lector y a medida que lee más y más, se le empiezan a ocurrir historias.

Ilustraré lo que acabo de decir, y como no tengo mejor ejemplo hablaré del escritor que conozco muy bien y de quien sé con certeza cómo empezó: yo mismo.

Yo no leía ni por equivocación. Ah, pero un día una muchacha que me gustaba mucho vi que era una apasionada lectora. Para ganarme su simpatía empecé a leer. Me gustó tanto lo que descubrí que seguí leyendo ya no para agradarle sino para viajar a esos mundos fascinantes. Y leí tanto que me entraron deseos de crear yo mismo otros mundos imaginarios.

La primera historia que escribí era la de un hombre solitario que confunde un globo con un animal y se convierte en su mascota. Anduve con ese cuento mucho tiempo sin que se me ocurriera otra historia. Luego se me fueron ocurriendo otras, pero no había intención alguna de ir más allá de plasmar mis historias en el papel. Es decir, nunca pensé en publicar un libro, pues todo lo que anhelaba era crear historias con mis palabras.

Un día mandé un texto pequeño a una de las mejores revistas de cuento en México: El cuento, revista de imaginación, para que me dijeran qué le hacía falta. Para mi sorpresa, me lo publicaron y, además, me dieron un premio. Este es ese cuento.

 

El creyente

Erase un creyente en la reencarnación, riguroso en su disciplina vegetariana. Reencarno en una tierna lechuga.

 

Me puse feliz y empecé a tomar la cosa en serio. Me metí a talleres para aprender a hacerlo bien. Con Guillermo Samperio —un gran maestro de cuento que ya murió— aprendí cómo escribir historias más largas, aunque seguía escribiendo historias pequeñas como esta:

 

Eva

Su mirada se detuvo en la manzana. Alargó el brazo y cuando su mano estaba a punto de alcanzarla, se detuvo. Una voz sobre el hombro le siseó: Llévatela y el mundo del conocimiento será tuyo... nuestras nuevas Mac tienen conexión permanente a internet.

 

Luego en un concurso me pidieron escribir cuentos sobre los clásicos cuentos de hadas, y escribí algunos como estos:

 

Rapunzel

Estuvo encerrada en la torre tanto tiempo que su cabello creció y creció como un río caudaloso por el que escapó nadando.

 

El soldadito de plomo

No fue lo frío ni lo cojo –dijo la bailarina de papel–. La verdad, lo abandoné porque era un pesado.

 

La bella durmiente

Y durmió y durmió... hasta que oyó el grito de su madre: “Aurora, hija,, levántate que se te hace tarde para la escuela”.

 

Pero yo quería escribir cuentos largos de suspenso, terror, aventuras. Al inicio no pude; sólo me salían cuentos enanos. Este es uno de los más largos de aquella época.

 

La creación

Una y otra vez lo había intentado pero el resultado final no lo dejaba satisfecho. Ya había realizado con éxito las galaxias, las nebulosas, las estrellas, muchos soles y planetas y habían salido perfectos, pero este insignificante planeta azul se negaba a quedar bien. El frágil equilibrio entre las partes oceánicas y las terrestres tan diversas implicaban tal grado de dificultad que cuando terminaba algo bien resultaba que había afectado el escenario contiguo. se estaba desesperando. Trató de calmarse. Respiró profundamente varias veces y luego, decidido, emprendió de nuevo su labor. Después de un buen rato de empeñoso esfuerzo parecía que este nuevo intento iba a ser el definitivo. Ansiaba contemplar su universo funcionando en su totalidad. Qué espectáculo. Nada sería igual.

De pronto, una luz inundó su universo y una voz atronadora retumbó en el vacío:

―¿¡Todavía allí́, Fernando!? ―

Fernando brincó del susto. Miró a su madre con odio. La figura de la mujer se recortaba en el vano de la puerta como un espectro.

―Le voy a decir a tu padre, ya verás ‒agregó.

Mientras tanto, el planeta azul giraba dejando trozos de mar, montañas y desiertos, esparcidos por el piso.

 

Un día me di cuenta que se me ocurrían historias divertidas en los lugares más insospechados. Las he escrito en autobuses, salas de concierto, camiones, túneles del metro e, inclusive, en el baño.

Esta la escribí en la oscuridad de un teatro mientras escuchaba a la Orquesta del Conservatorio de Música de Celaya.

 

El director de orquesta

Era un director singular, casi un mago. En su batuta tenía el poder de producir notas: al moverla iban saliendo de la punta y las iba colgando en los instrumentos. Notas pequeñitas y brillantes en los violines; más densas y oscuras en los cellos; pesadas y gordas, como bolas de esponja o estambre, en las tubas y los contrabajos; redondas y duras en los timbales; delgadas y transparentes en el xilófono y el arpa...

Cuando suspendía su batuta en lo alto, todas las notas se quedaban quietas, calladitas, expectantes. Cuando la bajaba de golpe para iniciar el concierto caían como gotas de intensa lluvia.

Cuando el concierto terminaba, un reguero de notas inservibles tenía que ser recogidas por el personal de limpieza. Siempre era lo mismo con este director. Más de dos horas tardaban en recogerlas todas. Y los botes de la basura no dejaban de sonar toda la noche.

 

El jinete lo escribí en el baño; y se me ocurrió al ver en el piso un cómic de los Rugrats que mis hijos dejaron olvidad en baño. En la portada los personajes estaban vestidos de caballeros medievales.

 

El jinete

Era el mejor caballo: negro, reluciente, de musculosas patas que se alzaban poderosas en su ligero galopar. Subía y bajaba devorando el horizonte. Con un animal de esta estirpe, él tenía que ser el mejor jinete, el más extraordinario. Y lo fue… hasta que el carrusel se detuvo.

 

Y el cuento La inmortal la escribí en un camión cuando viajaba de Tepic a Guadalajara:

 

La inmortal

Era sólo una frágil vasija de barro. Le pidió al dios de las vasijas que la volviera inmortal. Le concedió el deseo, pero no notó cambio alguno. Siguió sirviendo para los mismos menesteres de clase obrera: tazón de leche, vasija de agua y, a veces, recipiente del alimento para el gato o el perro. Se olvidó de su deseo.

Un buen día, la dejaron mal acomodada y se resbaló del estante en donde dormía después de la jornada. Vio cómo se acercaba al suelo y en su imaginación oyó el canto de su cuerpo de barro cuando se hiciera pedazos en el suelo, pero cuando chocó contra el piso el sonido que le llegó fue el de un golpe sordo y su cuerpo rebotó como una pelota. ¿Era inmortal? La respuesta retumbó en su conciencia: sí. Era de plástico irrompible. Lloró.

 

A veces me inspiran los libros que he leído. Uno de ellos que me impactó mucho es la Metamorfosis de Kafka que narra la historia de un hombre que al despertar descubre que es un insecto, una especie de cucaracha gigante. Y se me ocurrió este cuento:

 

Metamorfosis

Anoche leí́ hasta terminar La metamorfosis de Kafka. Soñé con Gregorio Samsa. Me desperté asustado. Me palpé. No, nada había sucedido. Yo era la misma cucaracha de siempre, gracias a Dios.

 

A veces alguien me pide que escriba sobre un tema en particular. Un amigo de Jerécuaro me pidió que escribiera sobre un insecto y me mandó su foto, no la de él, sino la del insecto. Era un escarabajo bebé. Lleno de pelos como espinas.

 

Sueño

Sueño que soy un insecto y mi mujer que es entomóloga me observa a través de la lente del microscopio. Muevo mi cuerpo con espinas para saludarla. Quiero decirle “hola”, pero el frío metal que atraviesa mi espinoso cuerpo ahoga mis palabras. Despierto. No estaba soñando.

 

Este cuento surgió de la petición de amigo que estaba haciendo un libro de cuentos sobre el circo.

 

Los recuerdos de un campeón

Soy un león viejo, y como tal me da por la nostalgia. Días enteros me paso recordando los gloriosos tiempos cuando una multitud venía al circo únicamente para verme a mí. Era la estrella y mi foto aparecía en los carteles publicitarios. Tanto me gusta recordar esos días que he olvidado cómo y cuándo llegaron a su fin y terminé en la casa del dueño del circo. No me importa, ese momento no vale la pena recordarlo. Lo bueno es que todavía, cuando algún niño viene de visita, se asombra al verme, a pesar de que ahora sólo soy un adorno, un apreciado tapete donde los niños se sientan a ver la tele.

 

Y este otro, nació porque respondí a la convocatoria de una editorial chilena. La convocatoria pedía que escribiéramos microhistorias sobre perros.

 

Reencarnación

¿Ladré? No podía creerlo. El gurú me aseguró que reencarnaría un águila. Busqué un espejo y comprobé que, en efecto, era un perro. Maldito, exclamé. Lo voy a buscar y a mordidas lo obligaré a que me devuelva mi dinero.

 

Y termino con uno sobre Tarzán a petición de una escritora argentina:

 

Amnesia

Lanzó su famoso grito, pero nadie contestó a su llamado. Lo volvió a lanzar, y aguzó el oído. Nada. Silencio. Aspiró hasta que se estaba poniendo morado y A-a-a-aaaaa-aaaaaa.

—Ya deja de gritar, nadie va a venir —le dijo Jane con impaciencia— ¿Otra vez olvidaste que estamos en un zoológico y aquí los animales están enjaulados?

Tarzán la miró con rabia, y de sus acuosos ojos resbaló una lágrima involuntaria. La edad se ensañaba con él. Como muchas cosas, se había olvidado que este zoológico de mala muerte fue el único lugar que le dieron trabajo después de que cerró la empresa fílmica en la que trabajaba.

 

También he escrito cuentos más largos como uno sobre un automóvil abandonado. Se titula Isabella de Borgward. Lo desarrollé dentro un taller de novela breve que tomé en la ciudad de México. Es un cuento de más de 10 páginas.

            En el 2012 me aceptaron un proyecto de creación de cuento y escribí cuentos mucho más largos, los cuales se publicaron en el libro La doncella, el guerrero y otras estatuas, por la editorial La Rana, de Guanajuato.

Y recientemente escribí una novela El libro tibetano de casi 350 páginas en la que cuento dos historias cruzadas: la desaparición de un pueblo y la desaparición de una mujer. El título surgió de un epígrafe que José Emilio Pacheco utilizó en su poema El libro de los muertos.

Por supuesto que he escrito muchas más historias que no han sido publicadas y tengo en carpetas ideas de historias cortas y proyectos de novelas, proyectos de series de cuento brevísimo y de cuentos largo.

También escribo reseñas y artículos de opinión para los diarios o para las revistas o para mí.

Un día alguien me pregunto si vivía de escribir. Le dije que no, que yo trabajaba en una universidad. Pero insistió: ¿Has ganado algo? Le dije sí, un premio y varias becas (que por cierto me dieron una buena cantidad de dinero), pero lo más importante es que he ganado experiencia de vida materializando mi fantasía y esa fantasía me han llevado a conocer lugares y gente interesante, muchos de ellos escritores.

Entonces ¿por qué escribir? Porque es una realización personal que me hace sentirme vivo, me llena de gozo, y si gano un premio, para qué les cuento como me pongo.

¿Y ustedes? ¿Qué hacen para sentirse vivos, para sentir que ha valido la penas estar en este mundo?

 

El último párrafo

Dijeron que era el fin, pero no vi que sucediera una catástrofe o que me estuviera acercando a un precipicio o que un meteorito estuviera cayendo sobre la ciudad… No, nada de eso, sólo vi un punto y todo terminó.

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