miércoles, 27 de mayo de 2020

GOOD DOCTOR VS GOOD PACIENT

 Jeremías Ramírez Vasillas

Hoy hablemos de medicina. Antes de comenzar les informo que no soy doctor y mis conocimientos médicos son limitados. Pero como paciente tengo mucha experiencia. Desde hace 20 años mis padecimientos me han llevado a recorrer un largo camino, y he aprendido mucho en el trayecto.
Lo primero que aprendí es que como seres humanos somos condicionados por nuestras necesidades. Si estas no se hacen evidentes, no reaccionamos. En la enfermedad lo único que nos hace ir al doctor es el DOLOR, de otra manera no iríamos. Y hay algunas veces que ni el dolor nos mueve.
            En general, como pacientes, somos una pesadilla porque de nuestro cuerpo no sabemos nada o muy poco. Por eso, cuando vamos al médico, queremos que nos solucione el problema fácil y rápido, ah, y que no nos duela. Que nos dé una pastillita y ya. Y ya volveremos cuando el dolor de nuevo aprieta.
            Por otra parte, los doctores han contribuido en el arraigo de esta mala costumbre, cerrando un círculo vicioso. Cuando vamos al consultorio el médico pregunta, nos ausculta, y nos da el remedio, pero jamás nos explica qué está mal y menos aún, por qué, cuál es el origen. Con su mirada dura e inexpresiva, parece decirnos: “Tú no sabes nada, el que sabe soy yo y yo te digo qué debes hacer”.
Esto nos hace irresponsables y dependientes del doctor. Y nos concretamos, en el mejor de los casos, si queremos aliviarnos, a obedecer las indicaciones. Solucionado el problema, regresamos a nuestra conducta irresponsable.
            Pero cuando las indicaciones médicas no funcionan, entonces desesperados buscamos otro doctor. Y si después de ver a varios el problema sigue, empezamos a darle cabida a alternativas no médicas donde, desafortunadamente, se esconden muchos defraudadores y vendedores de soluciones mágicas. Pero seguimos sin aprender nada sobre nuestros cuerpos y por lo tanto sin hacernos responsables.
            A veces, en la vida, aparece un BUEN DOCTOR, que no sólo extiende su receta, sino que intenta hacernos partícipes de nuestra recuperación, ayudándonos a entender el origen de nuestros problemas y nosotros mismos corrijamos el problema, que la mayoría de estos proviene de nuestros malos hábitos.
            A medida que vamos comprendiendo nos damos cuenta que no basta un buen doctor, sino que es necesario ser un buen paciente.
Pero ¿qué es un buen paciente? Es uno que participa activamente en su salud y entiende en cierta medida que hará en su cuerpo la medicina recetada y cómo puede contribuir a su restablecimiento.
Pero, ¿cómo nos convertirnos en un buen paciente?
Primero, un buen paciente investiga, lee, estudia, observa y toma conciencia de cómo funciona el cuerpo y qué cosas minan la salud. Los más importantes son: qué comemos y cuál nuestro estilo de vida.
            Hipócrates de Cos, un médico de la Antigua Grecia, quien ejerció durante el llamado siglo de Pericles (el siglo donde Atenas brilló con la aparición de mentes brillantes como Sócrates y Platón, entre muchos otros. A siete siglos de distancia su luz todavía nos ilumina.) Este gran doctor resumió su ciencia en un apotegma harto conocido, poco entendido y nada obedecido: “Que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea tu alimento”. 
            Ahora que el mundo tiembla con el coronavirus, el doctor Hugo López Gatell ha dicho reiteradamente que la virulencia del virus (vaya redundancia), radica en un sistema inmunológico débil por una pésima alimentación, gracias al consumo de productos chatarra y comida altamente industrializada. Y en un estilo de vida desordenado, sedentario, y sin ejercicio regular.
            Entonces, el primer paso para ser un buen paciente es aprender a elegir nuestros alimentos.
            Cuando lo entendí, me encontré con dos problemas: qué eran los alimentos sanos y como conseguirlos. La gran oferta alimentaria es justamente lo contrario.
Fui de dietista en dietista y sólo me decían que comiera ciertas cosas y ciertas no, pero no me explicaban qué me aportaban esos alimentos y por qué los necesitaba, cómo funcionaba mi cuerpo en relación con los alimentos.
            El segundo paso es entender cómo funciona nuestro cuerpo y cómo le impactan, para bien o para mal, lo que comemos. Y cómo prevenir problemas futuros problemas de salud comiendo lo que nos fortalece como entes biológicos en función de nuestras condiciones biológicas particulares.
            Gracias al coronavirus alguien compartió un video del doctor Alonso Vega, de Puerto Rico, quien dirige la clínica naturista Betesda. Con enorme paciencia este doctor va explicando las enfermedades, por qué las padecemos y cuál es la vía de solución a través de alimentos específicos y algunos suplementos alimenticios.
            Otro médico que me ayudó a entender fue el Dr. Jorge Reskala, que dirige la clínica Bianni. Sus entrevistas y conferencias en vivo dan mucha información interesante.
Ambos médicos tienen en común que explican la conexión entre alimento y salud, cómo funciona el cuerpo humano y qué nutrientes necesitamos para estar sanos.
            Si como pacientes nos volvemos responsables y disciplinados, cuando se nos presente un problema quirúrgico (un accidente, una agresión, una herida de bala o una infección pandémica), seremos pacientes modelos y ayudaremos a los doctores en la recuperación. Muchos de los que están muriendo por COVID fallecen porque sus cuerpos están muy maltratados, mal nutridos, deficientes, con un sistema inmunológico hecho pedazos.
            Tanto el coronavirus como algunas series televisivas han puesto en el primer plano de la preocupación social los asuntos médicos y ambos dan fe de la terrible lucha de los médicos de terapia intensiva y quirófano. Pero si el paciente tiene fortaleza el éxito es muy probable, y la situación es menos penosa para los galenos.
            Hace poco empecé a ver en Amazon Prime la serie The Good Doctor, en el que uno de los cirujanos (y personaje principal) es un joven autista cuya enfermedad lo hace muy perspicaz y con una inteligencia sobre desarrollada, que le permite visualizar soluciones para casos casi imposibles.
            Esta serie tiene la virtud de ser muy explícita en el funcionamiento de muchos de nuestros órganos y nos introduce al quirófano para ver en detalle cómo funciona nuestro cuerpo, su delicado equilibrio, las terribles dificultades y terribles decisiones que tienen que tomar los médicos en momentos críticos. Ahí vemos que en el quirófano las situaciones son bien complejas. Y si el cuerpo no ayuda, el médico no puede hacer milagros.
También aprendemos la maravilla de la ingeniería biológica con la que Dios diseñó nuestro cuerpo. Dios mío, qué máquina biológica fantástica somos. Y allí entendemos por qué debemos hacernos responsables de nuestra salud.
            En estos momentos de emergencia requerimos buenos doctores, pero, sobre todo, considerando el deplorable estado del sistema de salud público y el costosísimo sistema de salud privado, es más importante ser buenos pacientes. Las pandemias que vendrán exigen que tengamos cuerpos fuertes, sanos, bien nutridos. Y que los medicamentos sean una ayuda externa y no todo el soporte para seguir vivos.
            Seamos buenos pacientes, si no queremos morir ante la mínima amenaza y, lo peor, agonizar bajo las peores torturas. Nos dicen que un paciente entubado sufre muchísimo y los más débiles no logran soportar la experiencia y mueren.
            Bueno, la decisión es nuestra. Queremos vivir bien, o salir de esta vida humana en medio del terror y el dolor intolerable.

PARA SOBREVIVIR AL CONFINAMIENTO

Jeremías Ramírez Vasillas

La pandemia nos ha llevado a tener una nueva experiencia que nunca antes habíamos tenido: el confinamiento masivo.
Pero quizá no nos hemos dado cuenta que el ser humano, a lo largo de su vida, pasa por diversos tipos de confinamientos. De niño empezamos confinados en cunas que les ponen barrotes, o nos cierran el paso a las escaleras, o nos dejan encerrados en un cuarto o en el patio de la casa. Cuando nos volvemos adultos, somos confinados en oficinas, talleres o fábricas.
Hay algunos que soportan bien ese confinamiento, pero muchos otros no. Estos últimos son los que ansían que llegue la hora de salida y aúllan felices porque llega el viernes y lloran cuando empieza la semana, y sueñan con ganarse la lotería (para ya no trabajar, es decir, para no estar confinados sino gozando de la libertad en una playa).
Los confinamientos más severos son la cárcel, el secuestro o los accidentes. Los terremotos atraparon personas dentro de los escombros y los autos volcados dejan atrapados en su interior a los tripulantes. Son experiencias terribles.
Pero quizá el peor de todos los confinamientos es ser enterrado vivo. Edgar Allan Poe escribió Entierro prematuro en el que narra los sufrimientos de una persona que sufre catalepsia (trastorno nervioso repentino que se caracteriza por la inmovilidad y rigidez del cuerpo y la pérdida de la sensibilidad y de la capacidad de contraer los músculos voluntariamente) y parece que ha muerto y es enterrado vivo.
Pero hay otros confinamientos menos evidentes, invisibles, pero tan severos como los físicos. Los personajes de la película El ángel exterminador, de Luis Buñuel, son invitados a una fiesta y de pronto uno de ellos advierte que están atrapados en una zona de la casa por un muro invisible.
Esos muros invisibles existen en todos los seres humanos. No hay persona que no viva con algún tipo de muro que lo confina. Muros geográficos (colonia, ciudad, estado, país), muros ideológicos (nos encierran en las ideas y creemos que lo que sabemos —poco o muchos— es todo lo que existe y no nos atrevemos a ir más allá y repetimos una y otra vez los mismos patrones, aunque nos metan en problemas). Y los muros emocionales, que no encierran en el miedo, el coraje, la ira, la frustración.
Las cárceles ideológicas las configuran nuestras costumbres, nuestra religión (aquí entran también los ateos que son los más duros), nuestra educación, y creemos que cualquiera que piense diferente está mal, e incluso lo agredimos verbal o físicamente. Este tipo de confinamiento es el que ha propiciado los linchamientos en el mundo, como la de los judíos por la Alemania de Hitler, o la de los estudiantes en el 68, cuyo caso patético es el que se escenificó en Canoa, cuando el pueblo asesinó brutalmente a un grupo de trabajadores de la Universidad de Puebla. Felipe Cazals filmó, Canoa, una espléndida versión de este caso. Y hoy vemos en televisión como ese tipo de confinamiento ideológico configurado por la ignorancia lleva a grupos de personas a agredir al personal médico o a descalificar a las autoridades médicas en las redes sociales y en muchos periódicos locales, nacionales e internacionales.
Un maestro del confinamiento fue el psiquiatra judío Víctor Frankl, que estuvo recluido en un campo de concentración nazi y sobrevivió física, emocional y moralmente gracias a que utilizó a su favor un espacio de libertad intocable por aquel que puede apresar el cuerpo: la mente. Frankl se refugió en ese espacio de libertad, replanteó inteligentemente como enfrentar ese atroz encierro y logró salir avante. Ahí, en ese campo de concentración desarrolló un método terapéutico para romper las cárceles ideológicas y emocionales: la logoterapia, que consiste es una psicoterapia que propone que la voluntad de sentido es la motivación primaria del ser humano. Y publicó esta estrategia en su libro El hombre en busca de sentido. En ese libro, lleno de sabiduría, hay una frase que hoy puede ayudar a quienes sus circunstancias han empeorado por la falta de empleo, por la muerte de un ser querido, por la pérdida de ciertos bienes. Esta frase dice: «Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».
Considerando lo anterior, si estamos destinado a ser seres confinados de alguna u otra forma, incluso atrapados en nuestro cuerpo (quien más siente este confinamiento es quien nació lisiado, ciego, cojo, manco, con retraso psicomotor, o cuando la edad deteriora el cuerpo y prácticamente tenemos que cargarlo y unas simples escaleras se convierten en una montaña), y tenemos que aprender a buscar nuestra libertad y romper los muros que nos confinan.
Pero para encontrar esa libertad necesitamos herramientas para escalar esa difícil montaña.
Una de las mejores herramientas es la imaginación. La imaginación nos ayuda a encontrar soluciones creativas que permiten no sólo a resolver los problemas sino a alcanzar metas mucho más altas.
Hoy vemos a los grandes empresarios pedir (casi exigir) que el gobierno se endeude para que los rescate, en vez de utilizar su imaginación. Parecen inválidos mentales que no pueden pensar. Son como el hijo que desprecia al padre, pero cuando está en problemas corre en busca de su ayuda.
En contraparte, vemos en programas de televisión, como “Diálogos en confianza”, a pequeños grupos, organizaciones de la sociedad civil, grupos vecinales o de barrio, organizaciones gremiales o artesanales, desarrollando estrategias creativas. Incluso, desarrollando tecnología novedosa y a bajo precio, como los respirados artificiales. Y todos ellos tienen un factor común: buscan contribuir al beneficio de los demás, de su comunidad, de su barrio, de su colonia, de su ciudad, de su gremio, en suma, de su prójimo.
En estos ingenioso y creativos emprendedores hay un pensamiento horizontal. No buscan el crecimiento por el crecimiento, poniendo la mirada sólo en la ganancia, en el enriquecimiento, sino en el bienestar colectivo.
Ahora bien, muchas veces quisiéramos encontrar soluciones, pero parece que estamos bloqueados. Y nos damos cuenta que nuestra imaginación es débil. ¿Hay manera de volvernos creativos? ¿Podemos fortalecer la imaginación?
Un amigo mío, filósofo de profesión, tenía una frase simple, casi un chiste, pero no por ello menos verdadera: “De la nada, nada”. Para que haya algo debe haber algo anterior que la impulse. Para que la imaginación desarrolle su potencial necesita nutrirse de ideas, buenas ideas, ideas de valor, ideas nutritivas.
Muchas de estas ideas están en el arte, pues este impulsa la imaginación, y ésta nos ayuda a encontrar soluciones efectivas. Este es el momento de impulsar el arte en nuestras casas. Hay que nutrirnos y nutrir a nuestros hijos con libros, muchos libros, buenos libros, buenas películas, buenas obras de teatro, de muestras pictóricas, de danza, de canto, de buena música.
Cuando leemos un buen libro, ya sea una de las grandes obras de la literatura, la filosofía o la religión, como la Biblia, notamos que se nos abren ventanas porque hemos descubierto algo que no sabíamos. Lo mismo sucede con una buena obra de teatro, o una gran película o un espectáculo dancístico o musical o una exposición pictórica de calidad.
Paulo Freire, el gran educador brasileño, decía que la misión más importante de una escuela es enseñar a pensar. Esta es nuestra segunda herramienta. Hoy mediamos la calidad un estudiante en función de cuanta información tiene en su cabeza. Y los exámenes no son más evaluadores de ese almacén de información. Los estudiantes, tan pronto egresan esa carga la van olvidando. Con el paso de los años olvidan casi todo. Y la inversión se ha ido a la basura.
Pensar es muy importante porque es la habilidad de utilizar esa información, digerirla, integrarla, usarla para encontrarles sentido a las cosas y para generar nuevas ideas, ideas útiles que nos hagan vivir mejor. El arte también nos enseña a pensar.
En un diagnóstico superficial nos damos cuenta que los mexicanos, en su mayoría (sin contar a muchas mentes brillantes y generosas que gracias a ellas este país funciona) hay una desnutrición ideológica y moral. Por ejemplo, la música es un indicador de pobreza o riqueza ideológica. Con la música la gente nos dice cuál es su desarrollo. Noten que a mayor pobreza intelectual más alto es el volumen.
Otro indicador, es el habla. La riqueza de las palabras y la precisión y facilidad de comunicación son indicadores. Es notorio alguien carente de ideas con la manera en que habla, con el repertorio de palabras que usa. Y esa pobreza lingüística la vemos en los políticos y las estrellas de la televisión. Vaya espectáculo que han dado los reporteros que acuden a las conferencias de prensa de las siete de la noche en Palacio Nacional.
Otro indicador de pobreza mental y moral es la violencia. La violencia es el recurso de alguien cuyas ideas son demasiado cortas. En vez de solucionar los problemas con el diálogo, exhiben la fuerza. Este es un síntoma de desnutrición mental, educativa y moral.
Ahora bien, señalar el problema es la mitad de la solución. Cuando vamos al médico de nada serviría que nos diera sólo el diagnóstico y no el remedio.
¿Dónde está el remedio? En cada uno de nosotros. Repito la frase de Víctor Frankl: «Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos». Y una de las herramientas para cambiarnos son los libros. Y hoy no hay pretexto del costo. En el internet navegan un sinfín de grandes libros en PDF completamente gratuitos.
Estas son las herramientas que nos pueden liberar del confinamiento físico, ideológico, moral, emocional, e incluso, laboral y familiar. Hagamos de este confinamiento físico el laboratorio de una vida mejor.
Ah, un consejo: quejémonos menos y trabajemos más.


lunes, 4 de mayo de 2020

GRACIAS, SEÑOR PASTEUR


Al personal médico de México y el mundo

Jeremías Ramírez Vasillas

Pasteur me salvó la vida. Cuando era niño me mordió un perro con rabia. Vivía en un poblado casi rural rumbo a Toluca, en los linderos de la ciudad de México, y en los veranos calurosos el contagio de rabia se presentaba. Las casas no tenían bardas ni rejas, y quienes tenían perros los dejaban sueltos. Tampoco había campañas de vacunación antirrábica. Cuando advertíamos la presencia de un perro rabioso había que resguardarse. Mi madre nos enseñó a detectar el olor de la rabia que arrastraba el viento a grandes distancias y se oían las furiosas peleas. Los adultos entonces salían a cazar al perro infectado.
Un día oímos a nuestra mascota que era agredida por un perro. Salimos, pero el atacante había huido. Mi madre llevó el perrito al veterinario, pero como aún era un cachorro no pudieron vacunarlo. Teníamos la esperanza que el perro agresivo no tuviera rabia.
Días después, cuando desayunábamos, entró nuestro perrito a la cocina hecho una furia y nos mordió los pies. Mis hermanos y yo estábamos descalzos. Mi hermano mayor lo sacó de la casa, pero se llevó un mordisco en la mano. El perrito daba vueltas a la casa queriendo entrar. Vimos que el lechero se acercaba y le advertimos a gritos. El hombre tomó una piedra y de certero golpe acabó con nuestra mascota.
Ese mismo día mi madre nos llevó al centro de salud de Cuajimalpa a vacunarnos. Durante quince días nos pusieron una inyección diaria cerca del ombligo.
Hace unos días, en un programa de radio en el que participé, hablamos de la pandemia y de literatura. Uno de los participantes mencionó el libro Cazadores de microbios, de Paul de Kruif. Yo tenía un ejemplar de ese libro, pero aún no lo había leído. No quería leerlo porque pensaba erróneamente encontrar un libro técnico.
Terminado el programa lo saqué y empecé a leerlo. Nunca me imaginé encontrar una narración tan fascinante. Si me pidieran calificar ese libro diría que es uno de los más grandes libros de aventuras que he leído.
Una de esas aventuras estremecedoras fue ver cómo Pasteur, ese francés obsesivo y temerario logró descubrir el virus de la rabia y la manera de curarlo. Primero debió descubrir el ente contagioso. Sin un microscopio como los actuales, era como buscar a ciegas una aguja en un pajar. Después de observar la sangre y restos de animales, descubrió al virus y que este se alojaba en el cerebro. Cuando llegaba ahí empezaba el problema. Luego, durante muchos meses de pruebas y pruebas, de inocular a muchos perros y analizar cómo se comportaba la enfermedad se dio cuenta que desde el momento de la inoculación hasta la manifestación de la enfermedad pasaban 14 días. Era un gran logro, pero no era suficiente: ahora tenía que encontrar la cura. Ya había trabajado con la gripe aviar. Accidentalmente dio con el remedio contra esa enfermedad cuando olvidaron caldos de bacterias y se fueron de vacaciones. Cuando regresaron advirtieron su olvido. Esas sustancias ya servían para hacer los experimentos porque perdían poder, pero una corazonada (leyó bien, corazonada) hizo que Pasteur inyectara a unas aves con esos virus viejos, debilitados, que no infectaban a nadie. Luego dio un golpe genial: inyectó a esos perros con dosis letales de virus potentes y las aves no se enfermaeon. Hizo lo mismo con la rabia, y para su nuestra fortuna, funcionó. Ahora la pregunta importante era: ¿funcionaria con los humanos? No se atrevía inocular a nadie y estuvo tentado a infectarse él mismo, pero para su fortuna una madre llegó con su hijo que había sido atacado por un perro rabioso. Antes de aplicarle la vacuna consultó con un consejo médico y estos autorizaron la aplicación. El niño no tenía opción y no se enfermó. Esto lanzó a la fama a Pasteur.
Pero él no fue el único. De 1870 a 1920 fue la gran época en que brillaron grandes aventureros que se arriesgaron sin saber nada sobre esos agentes que durante siglos asesinaban miles de personas.
La historia comenzó alrededor de 1670 cuando Anton van Leeuwenhoek, un vendedor de telas holandés, fabricó lentes de acercamiento que lo llevaron a desarrollar el primer microscopio. Se asombró cuando vio que había una enorme cantidad de seres minúsculos a los que denominó microbios (micro=pequeño, bios=vida). Antes de esa fecha nadie se imaginaba que existiera un universo microscópico. Fue una especie de Colón avistando un continente insospechado. Fascinado con ese mundo desarrolló una enorme cantidad de microscopios y se le abrieron las puertas de la Royal Society[1], donde presentó sus hallazgos.
Después de Leeuwenhoek, quien murió en 1723, nadie continuó con su trabajo hasta que el sacerdote y naturalista italiano, Lazzaro Spallanzani, se lanzara a continuar con el trabajo del holandés. Su gran aportación fue descubrir que las bacterias se reproducían por sí mismas, ¾en lo que hoy se llama fisión binaria o bipartición¾. Además, demostró que no existe la reproducción espontánea.
Un siglo después, a mediados del siglo diecinueve, aparece Louis Pasteur, químico, físico​, matemático​ y bacteriólogo francés, quien fue el gran descubridor de las bacterias que producen diversas enfermedades.
Este hombre jamás soñó con cazar bacterias, sino fue el azar quien lo llevó. El inicio fue una solicitud que vinicultores del sur de Francia le hicieron para que les ayudara a mejorar la fermentación del vino. En esa tarea descubrió que cierto tipo de bacterias eran las causantes de la fermentación. Descubrir a las bacterias en acción lo llevó de actividad vinícola a estudiar las enfermedades de los animales.  
Casi al mismo tiempo surgía otro titán de la investigación microbiana: Robert Koch, médico y microbiólogo alemán, que descubrió el bacilo de la tuberculosis, en 1882, y el bacilo del cólera en 1883.
Este hombre soñaba con surcar los mares, visitar países exóticos, pero se le atravesó una dama que lo obligó a establecerse como médico rural si se quería casar con ella. Y por amor se vio atendiendo enfermos, pero a él esa tarea le disgustaba. Se sentía impotente. Para aliviar su malestar su esposa, en un cumpleaños, le regaló un microscopio. Uno le diría: “Señora, por qué hizo eso”. En ese aparato Koch fue descubriendo ese universo minúsculo Fue tal su fascinación que dejaba a la señora Koch esperando a que su marido viniera a dormir con ella, pero éste, obsesionado con el mundo microscópico pasaba muchas horas en interminables observaciones. Pronto se puso problemas a resolver. Y tras muchas pruebas, fallos, errores, desvelos, este hombre obseso, calculador y preciso, pronto sorprendió al mundo al desenmascarar varios asesinos que por miles de años asolaba la humanidad.
Luego vinieron otros como Pasteur o Koch, que exponían su vida y su salud, con tal de desenmascarar otros asesinos, como Émile Roux, ayudante de Pasteur, que en poco tiempo descubrió que el bacilo de la difteria segrega un veneno extraño y poderoso, que basta para matar miles de perros.
Por ese tiempo surgió un ruso loco y exótico, Metchinkof, que hizo grandes descubrimientos sobre la sífilis, aunque era un genio enloquecido, con ideas suicidas, que vivía en un eterno caos.
Luego, en estados Unidos, aparece Teobaldo Smith, un hombre pobre que deseaba ir a Francia a aprender con los grandes microbiólogos, pero no pudo y gracias a ellos en su patria liberó al ganado de las garrapatas causantes de transmitir la bacteria que provocaba la llamada fiebre de Texas.
En Inglaterra, a principios de siglo XX, aparece David Bruce, otro loco que en complicidad con su mujer, se lanzaron a cazar moscas Tse Tse, quienes inoculaban el parásito llamado Trypanosoma que provocaban la enfermedad del sueño mortal entre los africanos.
Otros dos investigadores narrados en el libro son el inglés Ronald Ross y el italiano Battista Grassi, que descubrieron como combatir el paludismo provocados por parásitos transmitidos por el mosquito Anopheles, un hallazgo de simultanea retroalimentación entre ambos, a pesar de la rivalidad entre ellos.
Y finalmente el libro nos narra el trabajo de Walter Reed dirigió el equipo que confirmó la teoría que la fiebre amarilla se transmite por mosquitos, y Pablo Ehrinch que desarrolló un tratamiento eficaz contra la sífilis.
Como dijimos al principio, este libro fue escrito por otro bacteriólogo, Paul De Kruif, en 1927, abriendo a la humanidad los ojos de la tarea épica, titánica de estos superhéroes de microscopio que liberaron a la humanidad de enemigos mortales e invisibles.
El libro tiene la virtud de mostrarnos una visión tridimensional de estos héroes que nos dieron salud y vida. Hombres temerarios, valientes, osados que tuvieron muchas dificultades como ataques de colegas o envidiosos, presión popular, descalificaciones, ofensas, incomprensión de los pares o de políticos o jefes superiores.
Hoy somos protagonistas de otro enemigo invisible. SARC-2 y me sorprende que los médicos y trabajadores de la salud son agredidos por una horda de ignorantes que son como aquellos primitivos habitantes de la Edad Media.
La importancia de este libro es abrirnos la conciencia a que la batalla por la salud es tan arriesgada como escalar el Everest o salir a cazar fieras, y que, si no fuera por la terquedad, obsesión, empeño de estos hombres aun viviéramos siendo víctimas de flagelos aún más letales que el SARC-2.
Al cerrar el libro queda una sensación de bienestar y gratitud. Por eso es que titulé este escrito: Gracias, señor Pasteur. Y gracias a todos esos super héroes que hoy dan la batalla en los hospitales del mundo.



[1] La Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural (en inglés Royal Society of London for Improving Natural Knowledge, o simplemente la Royal Society) es la sociedad científica más antigua del Reino Unido y una de las más antiguas de Europa, fundada en 1662.

EL GARABATO: Vicente Leñero

Jeremías Ramírez Hace no sé cuántos años que compré este libro, quizá unos 30. Fue a mediados de los ochenta cuando el FONCA sacó a la venta...