miércoles, 26 de diciembre de 2018

VIVIENDO ROMA, LA PELÍCULA


Por Jeremías Ramírez Vasillas

Hay películas para ver y películas para vivir. Roma, de Alfonso Cuarón, es de este segundo tipo. Son películas que se recordarán toda la vida, porque antes que nada generan una experiencia vivencial profunda.
            Alfonso Cuarón, desde Solo con tu pareja (1991), es un cineasta que ha buscado romper sus propios paradigmas para crear un lenguaje y un estilo propio. Y su sello personal es la continua experimentación y no le importa el riego que eso conlleva.
            En Niños del hombre (2006) utilizó planos larguísimos de mucha acción y movimientos de cámara que nadie había realizado y mandó a construir equipos especiales; en Gravitiy (2013) toda la película está realizada en animación digital y los actores solo “actúan” con sus rostros, sus cuerpos son virtuales; y ahora, en Roma, el riesgo que asume es mayúsculo: construye partes de la ciudad de México que ya no existen, escribe un guión, que nadie de su equipo conoce durante la filmación; ni aún los actores. Cuarón les va sugiriendo sus diálogos y sus tareas escénicas poco antes de filmar cada toma, pues quería que éstos no interpretaran sino que vivieran cada escena; filma la película en orden cronológico y se atreve a que su personaje principal hable en su idioma originario (mixteco) en muchos de sus parlamentos, además filma en la casa en la que vivió, y se atreve a contar la historia de su familia desde el punto de vista de su nana, una indígena que es la que genera el personaje de Cleodegaria (Cleo), interpretado magistralmente por Yalitza Aparicio, una indígena oaxaqueña sin experiencia actoral. El nombre de su nana era Liboria, a quien en su familia la llamaban “Libo”
            Roma inicia con un plano larguísimo de un desgatado piso de un viejo patio de una vieja casona de la colonia Roma. Inusitadamente rompe la monotonía de la toma con oleadas de agua enjabonada; y en ese momento la imagen se vuelve tridimensional: en el reflejo del agua aparecen las paredes de la casa enmarcando un pedacito de cielo por el que de pronto, sorpresivamente, pasa un avión. Esa simple imagen multiplica el espacio y extiende el tiempo, subrayando la esencia del cine, como diría el cineasta soviético Andrei Tarkovski: el cine es un arte esculpido en el tiempo… Y Cuarón agregaría: y en el espacio.
            El oleaje de agua enjabonada es provocado por las cubetadas que lanza Cleo cuando lava el piso del pasillo-entrada-estacionamiento de la casa en la que vive la familia, una familia de clase media de la colonia Roma Sur.
            Y con esta escena arranca la película siguiendo a Cleo en sus quehaceres habituales y mostrando al personaje principal de la película. Tras ella entramos a la casa y descubrimos el universo íntimo de la familia. Poco a poco, en ese espacio, van apareciendo los personajes de la película: una abuela, otra criada indígena, una madre y cuatro niños y al final el fantasmal padre. Esta secuencia introductoria es de una lentísima parsimonia y pareciera que estamos viendo un largo fragmento documental, como una especie de reality show, que va poco a poco fascinando al espectador que se atreve a introducirse en esa historia, un espectador que no busca los tamborazos dramáticos de una película habitual.
La cámara en esa introducción conserva una buena distancia, como un observador que atisba desde “lejitos”. Y de esa manera nos vamos introduciendo a una época que a pesar que data de hace casi 50 años, ya ha sido cubierta por el polvo del olvido. Poco a poco va resurgiendo ese México con una transparencia documental.  
De modo que el inicio puede parecer una película plana al no haber un conflicto de inicio, sino un fluir en el tiempo “husmeando” cómo vive esta familia, como conviven en los diversos momentos de su vida diaria. Sin embargo, hay un encanto que cautiva. Parecemos los espectadores que no estamos viendo una representación sino asomándonos por una cerradura para ver la intimidad familiar de sus personajes. Y al mismo tiempo no asoma a ver detrás de la puerta de la cocina, o arriba en la azotea o dentro del cuarto de las criadas.
Y hay dos razones: primero, Cleo es la protagonista, pero también ella convive con la familia como integrantes, como “personal doméstico” y los niños entablan con ellas, particularmente con Cleo, una relación filial muy estrecha. Esa misma relación filial que Cuaron y sus hermanos entablaron con “Libo”.
            La película cuenta, de cierta manera, como ya apunté anteriormente, la historia de la familia Cuarón, pero sin buscar la fidelidad histórica familiar sino el clima emotivo, abriendo con ello espacios de libertad “interpretativa” de sus actores-personajes, que más que interpretar viven la historia. Y por ello no tiene un final, un cierre contundente, sino un final abierto, como diciendo que la vida sigue. Las actrices oaxaqueñas, en una entrevista, afirman que la filmación de la película era como ir viviendo la historia.
            Después de esa larga introducción se presenta el conflicto dramático en dos ejes: en la familia con el abandono del padre, un médico que decide irse con una supuesta amante que no logramos ver o saber más de ella, ni las razones del abandono, quizá como lo vivieron los Cuaron, es decir, como un fenómeno incomprensible y sin mayor información. Es casi al final de la película que su madre les informa que “Papá” no regresará, y que ella tendrá que trabajar, pero no dice más ni denosta la figura paterna.
            El otro conflicto dramático se da con Cleo cuando queda embarazada y la abandona su novio, un hombre de clase popular que se ha enrola en un grupo paramilitar.
            Estos dos conflictos dramáticos se cruzarán con otro más: el conflicto político social que se dio el 15 de junio de 1971: la brutal represión de los estudiantes a cargo de un grupo paramilitar denominado “Los halcones”, de modo que ese hecho se conoce como el “halconazo”.
            Una tarde la abuela acompaña a Cleo a comprar una cuna para su bebé. En las calles hay presencia policiaca custodiando una marcha estudiantil. Parte de su trayecto ambas mujeres y el chofer de la familia tendrán que hacerlo a pie. Cuando están eligiendo la cunita, en la calle estalla la violencia, violencia que las alcanza cuando un par de estudiantes se refugia en la tienda y hasta allí llegarán un pequeño grupo, pero muy violento de halcones para asesinar a los estudiantes. Las dos mujeres perplejas han visto la violencia en la calle y ahora están en primera fila horrorizadas viendo a estos engendros. Uno de ellos es el exnovio de Cleo y padre de su hijo que no esperaba encontrarla allí. Poco tiempo antes le había dicho, cuando ella va a buscarlo, que no quiere verla más, que ya no lo busque.
            Este hecho conmociona a Leo y se le revienta la fuente. Como puede el chofer la lleva al auto y trata de llegar al hospital, pero el traslado se ve impedido por el caótico tráfico provocado por la represión. Cuando llegan ya es demasiado tarde.
            Estas escenas son de un dramatismo terrible. Quienes vivíamos en la ciudad de México y eramos estudiantes en ese entonces, sentimos el halconazo como un latigazo en carne viva.
            Con esta película, de largas secuencias de un altísimo valor estético, Cuarón alcanza una cúspide que marcará de alguna manera al cine nacional e internacional. Y crea además un fresco de una época que quienes la vivimos pues nos hace revivir muchos de esos hechos triviales, como la de los ropavejeros o los afiladores o los que hacen bailar a la “siriaca” en la salida del cine, con tal habilidad que parecía que ese esqueleto de plástico bailaba sin ayuda de hilos. Y muchos compramos el juguete para reproducir el truco sin lograr jamás el mismo efecto.
            Para ayudar en el verismo de época Cuarón filmó en la misma casa en la que vivió y reunió, junto con sus hermanos, la mayoría de los muebles originales y en las calles las llenó de autos de la época, incluso los legendarios “cocodrilos”, taxis de color verde con una tira de triángulos blancos sobre un fondo negro, de donde salió el mote de “cocodrilos”; además, reconstruyó calles, edificios o cines, de modo que resucita a una ciudad de México que existe sepultada en la inmensa metrópoli. Es decir, hay un rescate arqueológico y antropológico altamente sensible.
            



No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL GARABATO: Vicente Leñero

Jeremías Ramírez Hace no sé cuántos años que compré este libro, quizá unos 30. Fue a mediados de los ochenta cuando el FONCA sacó a la venta...