Por Jeremías Ramírez Vasillas
Hay películas para ver y películas
para vivir. Roma, de Alfonso Cuarón,
es de este segundo tipo. Son películas que se recordarán toda la vida, porque
antes que nada generan una experiencia vivencial profunda.
Alfonso
Cuarón, desde Solo con tu pareja
(1991), es un cineasta que ha buscado romper sus propios paradigmas para crear un
lenguaje y un estilo propio. Y su sello personal es la continua experimentación
y no le importa el riego que eso conlleva.
En
Niños del hombre (2006) utilizó
planos larguísimos de mucha acción y movimientos de cámara que nadie había
realizado y mandó a construir equipos especiales; en Gravitiy (2013) toda la película está realizada en animación
digital y los actores solo “actúan” con sus rostros, sus cuerpos son virtuales;
y ahora, en Roma, el riesgo que asume
es mayúsculo: construye partes de la ciudad de México que ya no existen,
escribe un guión, que nadie de su equipo conoce durante la filmación; ni aún
los actores. Cuarón les va sugiriendo sus diálogos y sus tareas escénicas poco
antes de filmar cada toma, pues quería que éstos no interpretaran sino que
vivieran cada escena; filma la película en orden cronológico y se atreve a que
su personaje principal hable en su idioma originario (mixteco) en muchos de sus
parlamentos, además filma en la casa en la que vivió, y se atreve a contar la
historia de su familia desde el punto de vista de su nana, una indígena que es
la que genera el personaje de Cleodegaria (Cleo), interpretado magistralmente
por Yalitza Aparicio, una indígena oaxaqueña sin experiencia actoral. El nombre
de su nana era Liboria, a quien en su familia la llamaban “Libo”
Roma inicia con un plano larguísimo de
un desgatado piso de un viejo patio de una vieja casona de la colonia Roma.
Inusitadamente rompe la monotonía de la toma con oleadas de agua enjabonada; y en
ese momento la imagen se vuelve tridimensional: en el reflejo del agua aparecen
las paredes de la casa enmarcando un pedacito de cielo por el que de pronto,
sorpresivamente, pasa un avión. Esa simple imagen multiplica el espacio y
extiende el tiempo, subrayando la esencia del cine, como diría el cineasta
soviético Andrei Tarkovski: el cine es un arte esculpido en el tiempo… Y Cuarón
agregaría: y en el espacio.
El
oleaje de agua enjabonada es provocado por las cubetadas que lanza Cleo cuando
lava el piso del pasillo-entrada-estacionamiento de la casa en la que vive la
familia, una familia de clase media de la colonia Roma Sur.
Y
con esta escena arranca la película siguiendo a Cleo en sus quehaceres
habituales y mostrando al personaje principal de la película. Tras ella
entramos a la casa y descubrimos el universo íntimo de la familia. Poco a poco,
en ese espacio, van apareciendo los personajes de la película: una abuela, otra
criada indígena, una madre y cuatro niños y al final el fantasmal padre. Esta
secuencia introductoria es de una lentísima parsimonia y pareciera que estamos
viendo un largo fragmento documental, como una especie de reality show, que va
poco a poco fascinando al espectador que se atreve a introducirse en esa
historia, un espectador que no busca los tamborazos dramáticos de una película
habitual.
La cámara en
esa introducción conserva una buena distancia, como un observador que atisba
desde “lejitos”. Y de esa manera nos vamos introduciendo a una época que a
pesar que data de hace casi 50 años, ya ha sido cubierta por el polvo del
olvido. Poco a poco va resurgiendo ese México con una transparencia
documental.
De modo que el
inicio puede parecer una película plana al no haber un conflicto de inicio,
sino un fluir en el tiempo “husmeando” cómo vive esta familia, como conviven en
los diversos momentos de su vida diaria. Sin embargo, hay un encanto que
cautiva. Parecemos los espectadores que no estamos viendo una representación
sino asomándonos por una cerradura para ver la intimidad familiar de sus
personajes. Y al mismo tiempo no asoma a ver detrás de la puerta de la cocina,
o arriba en la azotea o dentro del cuarto de las criadas.
Y hay dos
razones: primero, Cleo es la protagonista, pero también ella convive con la
familia como integrantes, como “personal doméstico” y los niños entablan con
ellas, particularmente con Cleo, una relación filial muy estrecha. Esa misma
relación filial que Cuaron y sus hermanos entablaron con “Libo”.
La
película cuenta, de cierta manera, como ya apunté anteriormente, la historia de
la familia Cuarón, pero sin buscar la fidelidad histórica familiar sino el
clima emotivo, abriendo con ello espacios de libertad “interpretativa” de sus
actores-personajes, que más que interpretar viven la historia. Y por ello no
tiene un final, un cierre contundente, sino un final abierto, como diciendo que
la vida sigue. Las actrices oaxaqueñas, en una entrevista, afirman que la
filmación de la película era como ir viviendo la historia.
Después
de esa larga introducción se presenta el conflicto dramático en dos ejes: en la
familia con el abandono del padre, un médico que decide irse con una supuesta
amante que no logramos ver o saber más de ella, ni las razones del abandono,
quizá como lo vivieron los Cuaron, es decir, como un fenómeno incomprensible y
sin mayor información. Es casi al final de la película que su madre les informa
que “Papá” no regresará, y que ella tendrá que trabajar, pero no dice más ni
denosta la figura paterna.
El
otro conflicto dramático se da con Cleo cuando queda embarazada y la abandona
su novio, un hombre de clase popular que se ha enrola en un grupo paramilitar.
Estos
dos conflictos dramáticos se cruzarán con otro más: el conflicto político
social que se dio el 15 de junio de 1971: la brutal represión de los
estudiantes a cargo de un grupo paramilitar denominado “Los halcones”, de modo
que ese hecho se conoce como el “halconazo”.
Una
tarde la abuela acompaña a Cleo a comprar una cuna para su bebé. En las calles
hay presencia policiaca custodiando una marcha estudiantil. Parte de su
trayecto ambas mujeres y el chofer de la familia tendrán que hacerlo a pie.
Cuando están eligiendo la cunita, en la calle estalla la violencia, violencia
que las alcanza cuando un par de estudiantes se refugia en la tienda y hasta
allí llegarán un pequeño grupo, pero muy violento de halcones para asesinar a
los estudiantes. Las dos mujeres perplejas han visto la violencia en la calle y
ahora están en primera fila horrorizadas viendo a estos engendros. Uno de ellos
es el exnovio de Cleo y padre de su hijo que no esperaba encontrarla allí. Poco
tiempo antes le había dicho, cuando ella va a buscarlo, que no quiere verla
más, que ya no lo busque.
Este
hecho conmociona a Leo y se le revienta la fuente. Como puede el chofer la
lleva al auto y trata de llegar al hospital, pero el traslado se ve impedido
por el caótico tráfico provocado por la represión. Cuando llegan ya es
demasiado tarde.
Estas
escenas son de un dramatismo terrible. Quienes vivíamos en la ciudad de México
y eramos estudiantes en ese entonces, sentimos el halconazo como un latigazo en
carne viva.
Con
esta película, de largas secuencias de un altísimo valor estético, Cuarón
alcanza una cúspide que marcará de alguna manera al cine nacional e
internacional. Y crea además un fresco de una época que quienes la vivimos pues
nos hace revivir muchos de esos hechos triviales, como la de los ropavejeros o
los afiladores o los que hacen bailar a la “siriaca” en la salida del cine, con
tal habilidad que parecía que ese esqueleto de plástico bailaba sin ayuda de
hilos. Y muchos compramos el juguete para reproducir el truco sin lograr jamás
el mismo efecto.
Para
ayudar en el verismo de época Cuarón filmó en la misma casa en la que vivió y reunió,
junto con sus hermanos, la mayoría de los muebles originales y en las calles
las llenó de autos de la época, incluso los legendarios “cocodrilos”, taxis de
color verde con una tira de triángulos blancos sobre un fondo negro, de donde
salió el mote de “cocodrilos”; además, reconstruyó calles, edificios o cines,
de modo que resucita a una ciudad de México que existe sepultada en la inmensa metrópoli.
Es decir, hay un rescate arqueológico y antropológico altamente sensible.
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