sábado, 25 de agosto de 2018

EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO Reflexiones en torno a un cuadro de Rembrandt



Jeremías Ramírez Vasillas

Rembrandt pintó el cuadro El regreso del hijo pródigo en 1669, poco antes de que muriera; este fue su penúltima obra. Este gran pintor, a pesar de su éxito como artista, tuvo una vida llena de altibajos y desgracias. En 1669 tenía 63 años de edad, y ya estaba físicamente acabado y hundido en la pobreza. Su última obra fue un autorretrato donde muestra su rostro avejentado, unas manos pequeñas, escondidas entre sus puños y hundidas en la penumbra, y una mirada sumamente cansada. Contrasta con el autorretrato que pintó en 1640, cuando tenía 34 años, en el que muestra la mirada firme y osada y sobresale una de sus manos, que eran de gran tamaño, llena de vigor.
            El cuadro El regreso del hijo pródigo motivó a Henri Nouwen, a escribir un libro conmovedor con ese título en el que analiza este cuadro, su relación con el relato evangélico, su experiencia de vida como sacerdote católico y la vida de Rembrandt. Lo publicó en 1992, cuatro años antes de que muriera de un ataque al corazón.
            Nouwen descubrió este cuadro en 1986 en un cartel que tenía en la puerta de su oficina su amiga Simone Landrien, que trabajaba en El Arca, una agrupación católica que acoge a personas con enfermedades mentales, en Trosly, Francia. Le impactó tanto que compró el cartel y lo tenía en su lugar de trabajo. Poco después lo invitó a San Petersburgo su amigo Bobby Massie y aprovechó la ocasión para contemplar el original que estaba en el museo Hermitage, que se ubica en esa ciudad. La primera vez que acudió al museo lo desalentó la cantidad de gente y se preguntó, ante esa cantidad de gente, cuánto tiempo podría contemplar el cuadro. La madre de su amigo lo puso en contacto con el director del museo, amigo suyo, quien le permitió entrar por otra puerta y contemplar el cuadro por el tiempo que él quisiera. El cuadro mide 262 cm de alto y 205 de ancho, de modo que las figuras casi tienen el tamaño real de una persona. Debe ser impresionante verlo en directo.
El hecho de que buscara contemplar el original me hizo pensar en lo que afirma el pintor mexicano Ignacio Salazar: “La pintura es pintura, no imagen. La pintura se debe ver en original no en una reproducción a todo color”. Y es cierto, sólo en el original se ve el relieve de la pintura que fue plasmando el pintor en su obra lo cual le da una cualidad que no se puede reproducir en las mejores técnicas de alta resolución.
Esta contemplación, una lectura cuidadosa de la parábola que aparece en el evangelio según San Lucas 15: 11-32, en contraste con su propia experiencia espiritual, lo llevó a escribir un libro de gran profundidad humana y espiritual, que logra tocar las fibras más sensibles del lector, aunque no profese el cristianismo.
Esta parábola fue narrada por Jesús para ejemplificar el amor de Dios por los pecadores, situación inaceptable para los judíos de su tiempo. La parábola dice que un hombre tenía dos hijos; uno de ellos, el menor, le pide la parte de los bienes que le corresponden y se va lejos donde los desperdicia. Cuando ya no le queda nada, hay una gran hambruna en esa región, y se ve obligado a trabajar como cuidador de cerdos. Su hambre es tal que deseaba incluso alimentarse de la comida de esos animales. Se dijo: “!Cuántos jornaleros hay en casa de mi padre que tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre!”. Y decide regresar y pedirle perdón a su padre, pero su padre, al verlo de lejos, corre hacia él, lo abraza y pide que lo vistan con dignidad y hagan fiesta. Cuando el hijo mayor regresa, pregunta por qué hay fiesta y al contarle que su hermano ha regresado, se enoja y su padre sale a convencerlo de que entre.
El libro se divide en tres partes. La primera aborda la figura del hijo menor en la que Nouwen explica la situación de este hijo rebelde, y cómo, al llegar a un estado crítico, se reconoce como hijo de su padre y decide regresar. Le llama la atención la manera miserable en que Rembrandt pinta al hijo menor, con un pie descalzo y con una cicatriz en dicho pie. La lectura de Nouwen de esta imagen y el análisis del texto bíblico le sirve para explicar como él, cuando se ha sentido perdido, el saberse hijo de Dios, lo hace buscar refugio en Él. Afirma que, a pesar de su oficio de sacerdote, no está exento a extraviarse, y es en esos momentos es cuando necesita el abrazo del padre, su cuidado y su consuelo.
En la segunda parte aborda la figura del hermano mayor. Deduce que en el cuadro de Rembrandt es el hombre vestido con lujo que está de pie del lado derecho, con una capa roja como el padre, con el gesto duro, quizá molesto, rencoroso. Un amigo le comentó a Nouwen que él era más parecido al hijo mayor. Entonces dice que reconoció que, en efecto, muchas veces ha estado cargado de envidia y celos cuando ve a otros que reciben reconocimientos que él no recibe. Y esta amargura lo lleva a pensar en que quizá no vale nada. Esta descalificación de sí mismo, afirma, es alentada por nuestra cultura: “El mundo en el que crecí es un mundo tan repleto de categorías, grados y estadísticas” que lo llevan a compararse. Y, agrega, que en su relación con Dios “esta comparación es inútil, una pérdida de tiempo y de energía”.
En la tercera parte analiza la figura del padre. En ella, Nouwen afirma que, en el cuadro de Rembrandt, es el elemento medular a pesar de que esté cargado al lado izquierdo. Lo primero que llamó la atención fueron sus manos que se posan cariñosamente en el hijo menor, con dulzura. Y advierte que éstas son desiguales: la derecha es más grande y ruda (él la identifica con una mano masculina); la de la derecha es menos grande, de dedos finos y delicados (femenina). Para Nouwen, las manos simbolizan que Dios es para nosotros padre y madre simultáneamente, de ahí que haya pintado las manos diferentes. 
El hecho de que este cuadro de Rembrandt no coincide con el evangelio, pues el hijo mayor no está cuando el menor llega, es porque sintetiza en este cuadro toda la historia que narra el evangelio. Por ello incluye la figura del hermano mayor. En la página 101 afirma: “Aquí [en este cuadro] todo se une: la historia de Rembrandt, la historia de la humanidad y la historia de Dios. Tiempo y eternidad se cruzan; la proximidad de la muerte y la vida eterna se tocan. Pecado y perdón se abrazan; lo divino y humano se hacen uno”.
Yo no conocía esta pintura de Rembrandt hasta que el libro me la descubrió. Lo leí por recomendación de un amigo psicólogo, investigador de la UAM. Lo he leído dos veces y le he tomado un gran aprecio. El libro lo escribió Nouwen con una enorme delicadeza. Hay en él una infinidad de detalles de modo que, para apreciarlo bien, como en la contemplación de una pintura, exige leerlo varias veces y muy lentamente, para penetrar en los detalles. Una lectura veloz no permite disfrutar los pasajes delicados. Se nota que es la obra de una persona mayor, sensible, amoroso, sabio, que la vida ha dejado en él una impronta de un hombre bueno, cuyo amor a Dios, al arte, a la humanidad. ha sido producto de un generoso caminar por la vida. Es un hombre humilde y un gran escritor. Al final del libro escribe: “Cuando, hace cuatro años, fui a San Petesburgo a ver El regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt, no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a tener que vivir lo que vi entonces. Permanezco con respeto en el lugar a donde me condujo Rembrandt. Me condujo desde el hijo menor, arrodillado y desarreglado, hasta el anciano padre de pie inclinado, desde el lugar donde era bendecido al lugar de la bendición. Cuando miro mis manos, sé que me han sido dadas para que las extienda a todo aquél que sufre, para que las apoye sobre los hombros de todo el que se acerque y para ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de Dios”.
Es muy complicado e injusto resumir un libro como este, en el que, en cada párrafo, hay gemas valiosas, así que no me resta más que invitarlos a que lo lean, ya sean creyentes o no, católicos o protestantes. Es un libro que nos enseña a ser mejores seres humanos en relación con uno mismo y con el prójimo.  



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