domingo, 28 de abril de 2013

TOKIO BLUES, LA PELICULA... QUE NO HE VISTO


Haruki Murakami es uno de los escritores japoneses de moda, prácticamente un betseller. Este escritor, alejado de los círculos literarios, maratonista empecinado, y novelista que raya en la delgadísima frontera del libro de lectura masiva y la literatura seria, es repudiado por muchos y amado por un creciente ejército de lectores, era raro que el cine no lo hubiera carroñeado (vaya verbo que acabo de inventar).
            Hace años descubrí a Murakami por puritita curiosidad. Vi a un amigo leyendo Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo y me llamó la atención. Un día vagando por las librerías del DF vi la novela y la compré. Devoré sus más de 900 páginas en poco más de una semana. Luego, siguieron otros títulos. Este escritor tienen una cualidad: atrapa al lector y es muy fácil de leer.
            Lo extraño para mí, repito, era que el cine no hubiese caído con sus garras sobre sus novelas, conociendo la voracidad de argumentos de este arte que sigue mamando leche de la literatura. Pero, investigando en el internet, acabo de descubrir que ya existen dos películas basadas en sus libros. Una de ellas es Tokio blues que fue llevada al cine en el 2011, bajo la dirección del realizador vietnamita multipremiado, Trân Anh Hung. Yo no he visto la película, pero si he leído el libro.
Escribí hace tiempo que este era el último libro de Murakami que iba a leer, y ahora estoy a punto de echarme para atrás pues esta novela me dejó con un buen sabor de boca. Tenía razón el gordo de Nicolás Alvarado: esta es la mejor novela de Murakami. Las novelas de Murakami que había leído tenían la recurrencia de los gatos, los pozos y sucesos misteriosos, harto misteriosos e inverosímiles: el anciano que hace llover peces y habla con los gatos, la televisión encendida sin estar conectada a la corriente eléctrica, los pozos como puertas a una realidad aparte, etc., que ya me tenían harto.
Tokio blues tiene un pozo, también misterioso, pero este es parte de una leyenda y la trama de la novela no entra allí. También hay gatos, bueno, una gata, Gaviota, pero su presencia es tan nimia que se le perdona. Y la sorpresa: no hay hechos misteriosos. Cuando iba a la mitad de la lectura soñé con la novela, soñé que en la parte final había un hecho misterioso y me decepcionaba. De vez en cuando tengo sueños premonitorios, como cuando ganó Calderón la presidencia. En medio de la batalla de cifras, soñé con lo que sucedió: un nuevo montaje de cifras donde ganaba Calderón, y ganó.  Así que leí Tokio blues con el temor de que de un momento apareciera un conejo, como el de Alicia. Y ese temor se mantuvo hasta la página 380, allí se diluyó: en media página que restaba era imposible que entrara algo misterioso.
Pero no era la única angustia, aparte de la infección estomacal que me torturaba: ¿Toru Watabane, el personaje principal, lograría desentrañar el complejísimo nudo que se había creado en su derredor?
El final, fue un buen final: un buen golpe de imaginación hizo que terminara de una forma sumamente aventurada, envidiable: con esa gracia me gustaría terminar mis relatos. Hay mucho que aprenderle a este japonecito.
Tokio blues es acertada hasta en su título. En esta novela, Tokio es el territorio de la tristeza. Y ese es el tema del libro: la tristeza, la profunda tristeza que produce el suicidio.
Toru Watabane es un hombre de 37 años que en un vuelo a Alemania, justo cuando se disponía a abandonar su asiento, por los altavoces de la nave empieza a sonar Norwegian Wood, la popular canción de los Beatles. Al escuchar la canción, se desata en Watanabe una violenta reacción emocional que catapulta su memoria al año 1969 cuando estaba a punto de cumplir 20 años. Watanabe entonces cursaba en la Universidad de Tokio estudios sobre literatura. Era un estudiante poco social, que su mundo se concentra en la música y en sus lecturas. Entabla relaciones con sus compañeros de una forma distante, guardándose para sí sus opiniones. Es muy reservado, pero meticuloso y altamente sensible a quien la afecta profundamente lo que le sucede a sus escasos amigos.
La novela es un enorme flash back que nunca regresa. Los recuerdos se inician cuando recién había muerto su mejor amigo, Kisuki, y un día, casualmente, se encuentra con Naoko, la hermosa novia de su amigo, que también se ha mudado a Tokio a estudiar, y empieza con ella a entablar una profunda y emotiva relación en la que flota un clima de intenso erotismo. La salud emocional de Naoko es muy frágil y parece que puede sucumbir en cualquier momento. Entonces conoce a Midori, una mujer impulsiva con una imaginación erótica compulsiva y avasallante pero que mantiene con Watanabe un distancia mínima necesaria para que no haya entre ellos un contacto físico. Sin embargo, ella será el madero que le permitirá flotar a Watanabe cuando Naoko sucumbe y es recluida en un centro de recuperación psicológica. La relación con Naoko se enturbia, pero al mismo tiempo logra otro nivel de compromiso. Mientras, con Midori, la relación también avanza y se profundiza. Metido en el dilema entra Naoko y Midori, un suceso funesto lo empuja a un periodo de soledad y sufrimiento profundo.
Esta es una novela amarga que habla de la soledad de los jóvenes que me ha hecho rememorar el tiempo cuando estaba prestando mi servicio militar, intentando tocar con un grupo de rock, e iniciar apenas mis estudios preparatorianos. Cuantas veces vagué en ese tiempo por las calles del DF, me metí a parques de diversión, fui al cine o a restaurantes solo, completamente solo, metido en mis lecturas solamente. Fue inevitable no establecer un vínculo emocional con Watanabe, casi al punto de sentir que Watanabe era yo, sí, creo que bajo la magia de la literatura es posible tener otra vida: Watanabe soy yo, he dicho.
Ahora quiero ver la película, tengo curiosidad de ver si el director de El olor de la papaya verde (1993), tiene el poder de atrapar el espíritu melancólico de la novela.

Jeremías Ramírez Vasillas

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