Haruki Murakami es uno de los escritores japoneses de moda, prácticamente
un betseller. Este escritor, alejado de los círculos literarios, maratonista
empecinado, y novelista que raya en la delgadísima frontera del libro de
lectura masiva y la literatura seria, es repudiado por muchos y amado por un
creciente ejército de lectores, era raro que el cine no lo hubiera carroñeado
(vaya verbo que acabo de inventar).
Hace años
descubrí a Murakami por puritita curiosidad. Vi a un amigo leyendo Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo
y me llamó la atención. Un día vagando por las librerías del DF vi la novela y
la compré. Devoré sus más de 900 páginas en poco más de una semana. Luego,
siguieron otros títulos. Este escritor tienen una cualidad: atrapa al lector y
es muy fácil de leer.
Lo extraño
para mí, repito, era que el cine no hubiese caído con sus garras sobre sus
novelas, conociendo la voracidad de argumentos de este arte que sigue mamando
leche de la literatura. Pero, investigando en el internet, acabo de descubrir
que ya existen dos películas basadas en sus libros. Una de ellas es Tokio blues que fue llevada al cine en
el 2011, bajo la dirección del realizador vietnamita multipremiado, Trân Anh
Hung. Yo no he visto la película, pero si he leído el libro.
Escribí hace tiempo que este era
el último libro de Murakami que iba a leer, y ahora estoy a punto de echarme
para atrás pues esta novela me dejó con un buen sabor de boca. Tenía razón el
gordo de Nicolás Alvarado: esta es la mejor novela de Murakami. Las novelas de
Murakami que había leído tenían la recurrencia de los gatos, los pozos y
sucesos misteriosos, harto misteriosos e inverosímiles: el anciano que hace
llover peces y habla con los gatos, la televisión encendida sin estar conectada
a la corriente eléctrica, los pozos como puertas a una realidad aparte, etc.,
que ya me tenían harto.
Tokio blues tiene un pozo, también misterioso, pero este es parte
de una leyenda y la trama de la novela no entra allí. También hay gatos, bueno,
una gata, Gaviota, pero su presencia es tan nimia que se le perdona. Y la
sorpresa: no hay hechos misteriosos. Cuando iba a la mitad de la lectura soñé
con la novela, soñé que en la parte final había un hecho misterioso y me
decepcionaba. De vez en cuando tengo sueños premonitorios, como cuando ganó
Calderón la presidencia. En medio de la batalla de cifras, soñé con lo que
sucedió: un nuevo montaje de cifras donde ganaba Calderón, y ganó. Así que leí Tokio blues con el temor de que de un momento apareciera un conejo,
como el de Alicia. Y ese temor se mantuvo hasta la página 380, allí se diluyó:
en media página que restaba era imposible que entrara algo misterioso.
Pero no era la única angustia,
aparte de la infección estomacal que me torturaba: ¿Toru Watabane, el personaje
principal, lograría desentrañar el complejísimo nudo que se había creado en su
derredor?
El final, fue un buen final: un
buen golpe de imaginación hizo que terminara de una forma sumamente aventurada,
envidiable: con esa gracia me gustaría terminar mis relatos. Hay mucho que
aprenderle a este japonecito.
Tokio blues es acertada hasta en su título. En esta novela, Tokio
es el territorio de la tristeza. Y ese es el tema del libro: la tristeza, la
profunda tristeza que produce el suicidio.
Toru Watabane es un hombre de 37
años que en un vuelo a Alemania, justo cuando se disponía a abandonar su
asiento, por los altavoces de la nave empieza a sonar Norwegian Wood, la popular canción de los Beatles. Al escuchar la
canción, se desata en Watanabe una violenta reacción emocional que catapulta su
memoria al año 1969 cuando estaba a punto de cumplir 20 años. Watanabe entonces
cursaba en la Universidad de Tokio estudios sobre literatura. Era un estudiante
poco social, que su mundo se concentra en la música y en sus lecturas. Entabla
relaciones con sus compañeros de una forma distante, guardándose para sí sus
opiniones. Es muy reservado, pero meticuloso y altamente sensible a quien la
afecta profundamente lo que le sucede a sus escasos amigos.
La novela es un enorme flash back
que nunca regresa. Los recuerdos se inician cuando recién había muerto su mejor
amigo, Kisuki, y un día, casualmente, se encuentra con Naoko, la hermosa novia
de su amigo, que también se ha mudado a Tokio a estudiar, y empieza con ella a
entablar una profunda y emotiva relación en la que flota un clima de intenso
erotismo. La salud emocional de Naoko es muy frágil y parece que puede sucumbir
en cualquier momento. Entonces conoce a Midori, una mujer impulsiva con una
imaginación erótica compulsiva y avasallante pero que mantiene con Watanabe un
distancia mínima necesaria para que no haya entre ellos un contacto físico. Sin
embargo, ella será el madero que le permitirá flotar a Watanabe cuando Naoko
sucumbe y es recluida en un centro de recuperación psicológica. La relación con
Naoko se enturbia, pero al mismo tiempo logra otro nivel de compromiso.
Mientras, con Midori, la relación también avanza y se profundiza. Metido en el
dilema entra Naoko y Midori, un suceso funesto lo empuja a un periodo de
soledad y sufrimiento profundo.
Esta es una novela amarga que
habla de la soledad de los jóvenes que me ha hecho rememorar el tiempo cuando estaba
prestando mi servicio militar, intentando tocar con un grupo de rock, e iniciar
apenas mis estudios preparatorianos. Cuantas veces vagué en ese tiempo por las
calles del DF, me metí a parques de diversión, fui al cine o a restaurantes
solo, completamente solo, metido en mis lecturas solamente. Fue inevitable no
establecer un vínculo emocional con Watanabe, casi al punto de sentir que
Watanabe era yo, sí, creo que bajo la magia de la literatura es posible tener
otra vida: Watanabe soy yo, he dicho.
Ahora quiero ver la película,
tengo curiosidad de ver si el director de El
olor de la papaya verde (1993), tiene el poder de atrapar el espíritu
melancólico de la novela.
Jeremías
Ramírez Vasillas
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