miércoles, 22 de diciembre de 2010

LUZ, MÁS LUZ


Escribiste en la tabla de mi corazón: desea.
Y yo anduve días y días loco y aromado y triste.Del poema "De la ilusión",
Jaime Sabines

Los amorosos andan como locos...
Jaime Sabines.


El amor es la droga más poderosa, un motor de incalculable potencia, porque tan pronto nos inocula su virus, el mundo que nos rodea se transforma de inmediato: la rutina diría se convierte en una aventura memorable y cualquier jardín o árbol se troca en un universo. La corteza de un árbol se convierte en la piel de un lagarto, una escritura, un código secreto. Y si revisamos una hoja descubrimos una serie de vías que se entrecruza, se bifurcan, entrechocan, creando en su verde piel una geografía interesante. Y las personas, que hasta unos instantes previos eran alguien más, se convierten en singularísimos personajes al que gracias a los nuevos lentes podemos detectar virtudes que nos eran desconocidas y todo lo que hace llama nuestra atención. Aunque se corre el riesgo de otorgarle atributos que sólo existen en nuestra imaginación.

La pasión amorosa nos empuja encontrar la esencia de la vida. Y es que el ser humano no sólo es movido por sus necesidades, sino por un mecanismo latente en nuestro interior que sólo se activa cuando la droga del amor lo toca con su mágico dedo.

Y cuando hablo del amor, no sólo es aquella pasión que poderosamente nos mueve hacia una persona, sino la fuerza que nos mueve a apasionarnos por actividades y cosas diversas y descubrir más allá de su superficie el universo que nunca se abriría si no es con esta llave. El amor, entonces, es la fuerza que nos impulsa a crear las obras de arte. El artista es un amoroso que ama lo que hace. Y la intensidad de ese amor se transforma en objetos hermosos y que nos conmueven. Y lo mismo pasa con cualquier actividad que realizamos. Amar lo que hacemos le da significado a nuestras actividades y estas obras resultantes son ventanas que muestran la vida y el universo a esos otros amorosos beneficiarios de estas obras de la pasión.

Todas aquellas actividades realizadas sin esta pasión, sólo son repeticiones mecánicas, frías y muertas, cuya mejor expresión se encuentra en la burocracia. Cadáveres haciendo obras muertas, carentes de alma y sentido, que sólo mantienen el movimiento gracias a su inercia, pero cuya labor no transforma, cambia, sublima.

Cuando a los seres humanos se les muere el alma no sólo quedan lisiados para el amor, sino lisiados para la vida. Son cadáveres que pululan las calles, los antros, las oficinas, cumpliendo un ritual vacío, y sus rostros muestran tan sólo un rictus no una sonrisa. Pueden ser estudiantes o oficinistas, deportistas, policías, obreros, ejecutivos que cumplen sus tareas de la misma forma que van a evacuar o comen sin saborear, sólo porque su estómago les pide alimento. Son máquinas vacías. Tan vacías que buscan en sus diversiones un poco de calor que les recuerde que son seres vivos aunque sus actos nieguen la vida a cada paso. Nada les emociona y sólo algunas cosas los excitan. Y su vacuidad los hace adictos de la excitación Tan pronto su un apetito es saciado vuelven nuevamente al frío sarcófago de sus actividades rutinarias. Son los que tan pronto entran al trabajo ya buscan la hora de salida o tan pronto inicia una clase ya buscan el recreo.

Es cierto que la cultura consumista y hedonista de nuestro tiempo es responsable en gran medida de este desastre espiritual, pues a veces nos somete a realizar tareas que no nos transforman. La necesidad del salario que devengaremos por esta obra fría, nos empuja a soportar la rutina. En estas circunstancias, el corazón va agonizando de miedo, miedo de cambiar, de salir, de buscar aire fresco, de buscar y encontrar aquello que nuestro ser pide realizar, aquello que anhelamos en secreto o que ni siquiera hemos intuido, que quizá ni sospechamos, que sabemos que esto, lo que hacemos, no es la vida. Entonces vendemos el alma al diablo y nos convertimos en esclavos de la necesidad, de la pensión, del salario, de la seguridad de las 30 piezas de plata con la vendemos y traicionamos nuestra libertad. Porque amor y libertad siempre van de la mano aunque el amor nos encadene a lo que amamos. Es en este encadenamiento donde —paradójicamente— encontramos la libertad. El pianista sin la esclavitud de las horas y horas insoportables de ensayo, luchando contra sí mismo, contra sus ganas de salir, contra sus dedos que se niegan, contra el sueño que lo acecha, nunca alcanzará la libertad de sus dedos que algún día volarán sobre el teclado, como aves sobre las ramas de los árboles, arrancando al piano hermosas melodías. En suma: el amor es una esclavitud libertaria.

Pero como en la naturaleza hay aves de carroña, en el amor son aquellos que a pesar de estar secos, lisiados e imposibilitados del amor ven los resultados mágicos del amor en otros. Es decir, son capaces de ver las hermosas obras de arte que surgen del artista, la intensidad vívida de los amantes, la elaboración de un magnífico edificio, de un platillo extraordinariamente delicioso y ponen su mirada de halcón en el posible beneficio que obtendrán de estas obras. Entonces, estos lisiados del amor, de la pasión creadora, se lanzan a elaborar obras, obras de oropel que logran engañar a los cautos, y son estos cautos quienes los elevan a la fama. Pero estos impostores tienen el corazón frío. No aman lo que hacen sino que se aman a sí mismo, los maestros del egoísmo. La obra de arte les importa un bledo, su verdadero salario es la fama y el elogio. Son los menesterosos del elogio, de la reputación social, del aplauso fácil. Y como no aman, todo lo que tocan solo lo utilizan y luego lo desechan. El ser amado, en ellos, no es más que un cuerpo para lucir o para gozar, nunca una persona. El amor penetra a la esencia de las cosas o de las personas. El amor hace de que un Stradivarius pase de ser un simple carpintero, en un creador de maravillosos violines, en un extraordinario ser perceptivo que le bastaba tocar un trozo de madera para intuir el potencial sonoro que vive bajo sus vetas.

Y si revisamos la historia de la humanidad encontraremos muchos de estos amorosos que dieron materialmente su vida por lo que amaba. Cristo, un gran amoroso, dijo que no había amor más grande que dar la vida por sus amigos. Dar la vida. Dar la vida. Eso es lo que hace el que ama. Goethe, uno de los grandes amorosos de la literatura, entregado a su arte, pedía luz, más luz, cuando la muerte lo estaba alcanzado justo en su mesa de trabajo, pluma en mano, entregado a su trabajo escritural. Más luz, denme más luz, pedía Goethe, mientras moría trabajando.

Si bien un gran amor también es un gran sufrimiento, el saldo de vida que arroja en el balance final, es el indicador de no sólo vale la pena dar la vida por lo que se ama, sino que es la actividad más importante de la vida. Y por ello, pese al sufrimiento, podríamos decir como Violeta Parra: "Gracias a la vida".

Cuando el amor entra por alguna de las grietas. Ya sea amor al trabajo, a los amigos, a la familia, a una persona, a las naturales, a los animales, a la ciencia, tiene un efecto expansivo: contagia las demás áreas de la vida dándoles color y calor.

Y si bien nos deja conocer también el horror de la muerte y de la pérdida, sigue siendo con todo la mejor opción para vivir.

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