domingo, 7 de marzo de 2010

LOS OSCARES

Quienes conocen que desde 1987 me he dedicado a la crítica de cine, primero en el programa de radio “Butacas y Palomitas” en Radio Tecnológico de Celaya, luego con “Permanencia involuntaria”, columna que escribí allá por el 89 para El Nacional de Guanajuato, y durante seis años (2000-2005) para la revista Chopper de Guanajuato, y me piden mi opinión sobre la entrega de los Oscares, se sorprenden profundamente cuando les he dicho que nunca he visto completa la ceremonia y que en algunas ocasiones de plano he visto nada. Se sorprenden porque no pueden creer que alguien que ellos creen le apasiona el cine deje de ver los oscares o incluso no vaya con cierta frecuencia al cine.

Mi respuesta siempre es la misma: amo el arte fílmico, cierto, pero esto no significa que sea un fiel de la celulolatría, es decir, de lo que comúnmente se llama “cinefilia”. Su sorpresa es mayúscula cuando les digo que no soy cinéfilo, es decir, que no vivo dependiendo de los sucesos de la pantalla grande, que no poseo ninguna de las películas de la guerra de las galaxias, que los estrenos me dan asco, que no tengo tarjeta de cinéfilo frecuente en Cinépolis, y que no está adornada mi casa de carteles de cine.

Que mi postura frente al cine es más bien crítica. Que me gusta ver pocas películas, que las veo tratando de captar todas las aristas posibles (cosa que logro casi nunca) y que muchas de las películas que he visto no las vería otra vez, pero que estoy dispuesto a ver cualquier película de Tarkovski, Kieslowski, Bergman, Kitano, Kurosawa, Eisenstein, y un etcétera bastante largo, aun sin ver la reseña publicitaria o las fotos. Y que cuando veo una película (no llego a más de una por semana), veo una película. Me producen nauseas quien carga con un kilo de películas para el fin de semana. Confieso que un algún tiempo sí vi un kilo por fin de semana, muchas veces por encargo, como cuando fui jurado de selección en Festival de Expresión en Corto, experiencia que nunca volveré a realizar, o cuando he trabajado como crítico, y una época porque me prestaron un par de semanas una videocastera cuando era muy caro comprar una.

Repito, que cuando veo una película hago sólo eso, ver una película, la cual me deja pensando varios días y con frecuencia me empuja a revisar información, leer algún libro o al menos un artículo sobre dicha película o sobre el tema. Con cierta regularidad, esas películas que me dejan huella, es decir, que me permiten descubrir algo nuevo sobre la vida humana o bien que me sorprenden por la fuerza dramática de su historia o por una manejo estético sobresaliente, como algunas películas de Takeshi Kitano o Jim Jarmusch, son películas que cuando las encuentro a buen precio (muy pocas compro a más de 150 pesos) las compro, y que pese a esta tacañería me han permitido acumular una colección bastante numerosa.

La razón es muy simple. Desde que el cine me asaltó la imaginación cuando era estudiante de comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, es decir, cuando descubrí que era un arte complejo y profundo, el cine se convirtió para mí en un campo de encuentro, campo que se volvió más rico y profundo desde que empecé a usarlo como medio de expresión de modo que cada que veo una película, ya sea en el cine o en mi casa, lo veo desde la óptica del realizador, como Antonio Salieri escuchaba a Mozart en Amadeus, con un profundo sentimiento de envidia (por qué no fui yo quien hizo esa película) y con la certeza de reconocer cuando estoy frente a una obra de arte y cuando no.

Por ello los Oscares, evento dirigido más que nada a los cinéfilos particularmente aquellos que Marcel Martin (teórico de cine francés) cataloga de “tragones ópticos”, no es para mí importante porque dicha ceremonia no es un evento que me permita descubrir y profundizar más en el arte de la imagen sino una pasarela de los más frívolo y superficial de una industria que está interesada más en producir dinero que en hacer arte. Por todo ello, digo y grito a los cuatro vientos: ¡Viva el arte fílmico, mueran los mercaderes del templo (del arte, por supuesto)! He dicho.

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