lunes, 4 de mayo de 2020

GRACIAS, SEÑOR PASTEUR


Al personal médico de México y el mundo

Jeremías Ramírez Vasillas

Pasteur me salvó la vida. Cuando era niño me mordió un perro con rabia. Vivía en un poblado casi rural rumbo a Toluca, en los linderos de la ciudad de México, y en los veranos calurosos el contagio de rabia se presentaba. Las casas no tenían bardas ni rejas, y quienes tenían perros los dejaban sueltos. Tampoco había campañas de vacunación antirrábica. Cuando advertíamos la presencia de un perro rabioso había que resguardarse. Mi madre nos enseñó a detectar el olor de la rabia que arrastraba el viento a grandes distancias y se oían las furiosas peleas. Los adultos entonces salían a cazar al perro infectado.
Un día oímos a nuestra mascota que era agredida por un perro. Salimos, pero el atacante había huido. Mi madre llevó el perrito al veterinario, pero como aún era un cachorro no pudieron vacunarlo. Teníamos la esperanza que el perro agresivo no tuviera rabia.
Días después, cuando desayunábamos, entró nuestro perrito a la cocina hecho una furia y nos mordió los pies. Mis hermanos y yo estábamos descalzos. Mi hermano mayor lo sacó de la casa, pero se llevó un mordisco en la mano. El perrito daba vueltas a la casa queriendo entrar. Vimos que el lechero se acercaba y le advertimos a gritos. El hombre tomó una piedra y de certero golpe acabó con nuestra mascota.
Ese mismo día mi madre nos llevó al centro de salud de Cuajimalpa a vacunarnos. Durante quince días nos pusieron una inyección diaria cerca del ombligo.
Hace unos días, en un programa de radio en el que participé, hablamos de la pandemia y de literatura. Uno de los participantes mencionó el libro Cazadores de microbios, de Paul de Kruif. Yo tenía un ejemplar de ese libro, pero aún no lo había leído. No quería leerlo porque pensaba erróneamente encontrar un libro técnico.
Terminado el programa lo saqué y empecé a leerlo. Nunca me imaginé encontrar una narración tan fascinante. Si me pidieran calificar ese libro diría que es uno de los más grandes libros de aventuras que he leído.
Una de esas aventuras estremecedoras fue ver cómo Pasteur, ese francés obsesivo y temerario logró descubrir el virus de la rabia y la manera de curarlo. Primero debió descubrir el ente contagioso. Sin un microscopio como los actuales, era como buscar a ciegas una aguja en un pajar. Después de observar la sangre y restos de animales, descubrió al virus y que este se alojaba en el cerebro. Cuando llegaba ahí empezaba el problema. Luego, durante muchos meses de pruebas y pruebas, de inocular a muchos perros y analizar cómo se comportaba la enfermedad se dio cuenta que desde el momento de la inoculación hasta la manifestación de la enfermedad pasaban 14 días. Era un gran logro, pero no era suficiente: ahora tenía que encontrar la cura. Ya había trabajado con la gripe aviar. Accidentalmente dio con el remedio contra esa enfermedad cuando olvidaron caldos de bacterias y se fueron de vacaciones. Cuando regresaron advirtieron su olvido. Esas sustancias ya servían para hacer los experimentos porque perdían poder, pero una corazonada (leyó bien, corazonada) hizo que Pasteur inyectara a unas aves con esos virus viejos, debilitados, que no infectaban a nadie. Luego dio un golpe genial: inyectó a esos perros con dosis letales de virus potentes y las aves no se enfermaeon. Hizo lo mismo con la rabia, y para su nuestra fortuna, funcionó. Ahora la pregunta importante era: ¿funcionaria con los humanos? No se atrevía inocular a nadie y estuvo tentado a infectarse él mismo, pero para su fortuna una madre llegó con su hijo que había sido atacado por un perro rabioso. Antes de aplicarle la vacuna consultó con un consejo médico y estos autorizaron la aplicación. El niño no tenía opción y no se enfermó. Esto lanzó a la fama a Pasteur.
Pero él no fue el único. De 1870 a 1920 fue la gran época en que brillaron grandes aventureros que se arriesgaron sin saber nada sobre esos agentes que durante siglos asesinaban miles de personas.
La historia comenzó alrededor de 1670 cuando Anton van Leeuwenhoek, un vendedor de telas holandés, fabricó lentes de acercamiento que lo llevaron a desarrollar el primer microscopio. Se asombró cuando vio que había una enorme cantidad de seres minúsculos a los que denominó microbios (micro=pequeño, bios=vida). Antes de esa fecha nadie se imaginaba que existiera un universo microscópico. Fue una especie de Colón avistando un continente insospechado. Fascinado con ese mundo desarrolló una enorme cantidad de microscopios y se le abrieron las puertas de la Royal Society[1], donde presentó sus hallazgos.
Después de Leeuwenhoek, quien murió en 1723, nadie continuó con su trabajo hasta que el sacerdote y naturalista italiano, Lazzaro Spallanzani, se lanzara a continuar con el trabajo del holandés. Su gran aportación fue descubrir que las bacterias se reproducían por sí mismas, ¾en lo que hoy se llama fisión binaria o bipartición¾. Además, demostró que no existe la reproducción espontánea.
Un siglo después, a mediados del siglo diecinueve, aparece Louis Pasteur, químico, físico​, matemático​ y bacteriólogo francés, quien fue el gran descubridor de las bacterias que producen diversas enfermedades.
Este hombre jamás soñó con cazar bacterias, sino fue el azar quien lo llevó. El inicio fue una solicitud que vinicultores del sur de Francia le hicieron para que les ayudara a mejorar la fermentación del vino. En esa tarea descubrió que cierto tipo de bacterias eran las causantes de la fermentación. Descubrir a las bacterias en acción lo llevó de actividad vinícola a estudiar las enfermedades de los animales.  
Casi al mismo tiempo surgía otro titán de la investigación microbiana: Robert Koch, médico y microbiólogo alemán, que descubrió el bacilo de la tuberculosis, en 1882, y el bacilo del cólera en 1883.
Este hombre soñaba con surcar los mares, visitar países exóticos, pero se le atravesó una dama que lo obligó a establecerse como médico rural si se quería casar con ella. Y por amor se vio atendiendo enfermos, pero a él esa tarea le disgustaba. Se sentía impotente. Para aliviar su malestar su esposa, en un cumpleaños, le regaló un microscopio. Uno le diría: “Señora, por qué hizo eso”. En ese aparato Koch fue descubriendo ese universo minúsculo Fue tal su fascinación que dejaba a la señora Koch esperando a que su marido viniera a dormir con ella, pero éste, obsesionado con el mundo microscópico pasaba muchas horas en interminables observaciones. Pronto se puso problemas a resolver. Y tras muchas pruebas, fallos, errores, desvelos, este hombre obseso, calculador y preciso, pronto sorprendió al mundo al desenmascarar varios asesinos que por miles de años asolaba la humanidad.
Luego vinieron otros como Pasteur o Koch, que exponían su vida y su salud, con tal de desenmascarar otros asesinos, como Émile Roux, ayudante de Pasteur, que en poco tiempo descubrió que el bacilo de la difteria segrega un veneno extraño y poderoso, que basta para matar miles de perros.
Por ese tiempo surgió un ruso loco y exótico, Metchinkof, que hizo grandes descubrimientos sobre la sífilis, aunque era un genio enloquecido, con ideas suicidas, que vivía en un eterno caos.
Luego, en estados Unidos, aparece Teobaldo Smith, un hombre pobre que deseaba ir a Francia a aprender con los grandes microbiólogos, pero no pudo y gracias a ellos en su patria liberó al ganado de las garrapatas causantes de transmitir la bacteria que provocaba la llamada fiebre de Texas.
En Inglaterra, a principios de siglo XX, aparece David Bruce, otro loco que en complicidad con su mujer, se lanzaron a cazar moscas Tse Tse, quienes inoculaban el parásito llamado Trypanosoma que provocaban la enfermedad del sueño mortal entre los africanos.
Otros dos investigadores narrados en el libro son el inglés Ronald Ross y el italiano Battista Grassi, que descubrieron como combatir el paludismo provocados por parásitos transmitidos por el mosquito Anopheles, un hallazgo de simultanea retroalimentación entre ambos, a pesar de la rivalidad entre ellos.
Y finalmente el libro nos narra el trabajo de Walter Reed dirigió el equipo que confirmó la teoría que la fiebre amarilla se transmite por mosquitos, y Pablo Ehrinch que desarrolló un tratamiento eficaz contra la sífilis.
Como dijimos al principio, este libro fue escrito por otro bacteriólogo, Paul De Kruif, en 1927, abriendo a la humanidad los ojos de la tarea épica, titánica de estos superhéroes de microscopio que liberaron a la humanidad de enemigos mortales e invisibles.
El libro tiene la virtud de mostrarnos una visión tridimensional de estos héroes que nos dieron salud y vida. Hombres temerarios, valientes, osados que tuvieron muchas dificultades como ataques de colegas o envidiosos, presión popular, descalificaciones, ofensas, incomprensión de los pares o de políticos o jefes superiores.
Hoy somos protagonistas de otro enemigo invisible. SARC-2 y me sorprende que los médicos y trabajadores de la salud son agredidos por una horda de ignorantes que son como aquellos primitivos habitantes de la Edad Media.
La importancia de este libro es abrirnos la conciencia a que la batalla por la salud es tan arriesgada como escalar el Everest o salir a cazar fieras, y que, si no fuera por la terquedad, obsesión, empeño de estos hombres aun viviéramos siendo víctimas de flagelos aún más letales que el SARC-2.
Al cerrar el libro queda una sensación de bienestar y gratitud. Por eso es que titulé este escrito: Gracias, señor Pasteur. Y gracias a todos esos super héroes que hoy dan la batalla en los hospitales del mundo.



[1] La Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural (en inglés Royal Society of London for Improving Natural Knowledge, o simplemente la Royal Society) es la sociedad científica más antigua del Reino Unido y una de las más antiguas de Europa, fundada en 1662.

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