En el mar de la noche
mi casa,
—anclada al jardín, a la piedra,
a la incomprensible costumbre domiciliaria—,
espera a que suban abordo
sus andantes.
El reloj marca el compás de
las estrellas
y el segundero se pierde en el silencio.
Un perro ladra al ferrocarril que ya se ha ido.
Los ocupantes de mi casa van subiendo a la cubierta,
buscan en las sombras su discurso.
La casa cierra finalmente sus ventanas
encadena las puertas,
afianza imperturbable sus candados
que sellan en hierro el sueño y el descanso.
La noche avanza.
En la penumbra
un oleaje de respiros
se mecen en las aguas ambarinas
de las farolas de la calle.
Afuera pululan como ratas los maleantes
hieren la ciudad con sus espantos
muerden implacables con sus bocas asesinas
la nostalgia.
Lloran, lloran las sirenas de las ambulancias
presagian incansables los sepelios.
Adentro,
nada se mueve.
La nave arrulla a sus tripulantes bajos sus alas de argamasa
hasta que empieza a envejecer la noche.
A las puertas de la aurora
la casa abre, como insólitos párpados, las cortinas
para que el sol lave sus entrañas
y expulse a sus navegantes
de nuevo a su rutina.
jueves, 15 de abril de 2010
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