lunes, 31 de agosto de 2015

EL PEZ DE ABRIL


Mavis Gallant


Como nací el primer día de abril me pusieron Abril de nombre de pila. Aquí en Suiza se pronuncia Afril, con lo que suena más como algún tipo de medicamento que como un mes de la primavera. “Tomad una buena dosis de Afril”, puedo imaginar diciendo al doctor Ehrmann a cada uno de los niños. Hoy empieza mi abril número cincuenta y uno. Me he despertado temprano y me he bebido el té a sorbos, con mucho cuidado de no molestar a los perros que dormían a los pies de la cama, sobre su propia manta de la Cruz Roja. Sigo teniendo pesadillas, pero ha cambiado el tipo de horror. En el sueño del ahorcamiento ya no soy la víctima. Cuelgan a otro. Anoche, en un sueño desgarrador, se ahogaba uno de mis propios hijos adoptivos, allí mismo, tras la ventana, en el lago de Ginebra. Yo deambulaba corriendo por la hierba, entre los cisnes. Sentía el rocío bajo mis pies desnudos, el dobladillo de mi camisón de terciopelo estaba cubierto con él. Podía ver los juguetes de los niños claramente: el tanque en miniatura que Igor siempre había querido, y algo rojo, puede que un cubo y una pala. Se me soltó el pelo y me caía por la espalda. Era caoba como el color de las hojas, como solía ser antes. Creo que salvé a Igor, es un recuerdo difuso. Me sentía eficiente y segura de haberlo conseguido.
      Al sentarme en la cama, haciendo balance de los progresos que he hecho en la vida como si mis propios sueños lo hicieran por mí, intentando que la visión de la lluvia cayendo en arroyuelos desde el tejado no me afectara –no era la lluvia lo que me deprimía sino la sensación de no poder confiar en nadie, absolutamente nadie, para que se subiera al tejado y limpiara la maleza y los hierbajos que habían enraizado y obstruían la canaleta-, los niños entraron en tropel. Estaban los tres en casa por las vacaciones de Pascua: Igor, con sus ojillos de ladrón, el mulato que jamás dice maman en público porque le da vergüenza, y Ulrich, cuyo padre era un famoso jurista y cuya madre era una chica bellísima y brillante, pero que jamás llegará a ser más que otro suizo anodino. Allí estaban todos, a los pies de la cama, todos ellos abandonados por unos padres indolentes, tirados como botones que se sueltan y recogidos por una mujer a la que llaman maman.
      Bon anniversaire, dijo Igor, que tiene ya el aspecto de un empleado cualquiera de correos de Moscú, los otros dos le siguieron mascullando de modo incomprensible, como si recitaran el responso en la iglesia. Me trajeron un regalo, un pez de abril, pero no de los de chocolate. Era un pez de esos de cristal de los que todo el mundo compra en Venecia, de unos cincuenta centímetros de largo, transparente y con tonos verdes, el verde de las hojas de geranio, con rayas blancas como de tiza que van de la cabeza a la cola. Estos niños han vivido conmigo desde la infancia, pero su gusto es el de su piel, el de sus corazones, el de las uñas de sus manos. La pesadilla que ahora debería estar teniendo es una proyección hacia el futuro, una visión de las chicas con las que se casarán y de las casas que tendrán, con sus mesitas de cristal para el café y sus peces de cristal veneciano encima de la televisión, a no ser que la efigie de un olivo amorfo se haya apropiado ya de ese espacio.
      Igor se adelantó y puso el pez en la mesa que había junto a mí con sumo cuidado, y como no se le ocurría otra cosa que decir empezó otra vez con lo de Bon anniversaire, maman. No tenían nada que decirme en absoluto. Los perros habían ensuciado la alfombra, así que la habían retirado para limpiarla y ellos allí restregando los pies contra el suelo rayándome el piso.
      —¿Qué van a hacer hoy? –les dije.
      —Jugar —me contestó Robert tras el silencio.
      En ese momento irrumpió el concierto matinal desde la radio que había junto a mí y me lancé a la búsqueda de algo, una apreciación, que sus ojos mostraran alguna reacción ante la música, pero ellos ya habían empezado a empujarse unos a otros y a reír, y yo sabía que esa música pronto se vería apagada por un nuevo coro que esta vez vendría de mí: “No lo toquen. No molesten a los perros”, todo ello en negativo, y tan malo para ellos como para mí misma. Apagué la música y les dije:
      —Vengan a ver el regalo de cumpleaños que me ha llegado esta mañana por correo. Es un regalo de mi hermano, su tío —me puse los lentes para leer y desplegué la preciosa carta sobre la cama—. Es una carta original escrita por Sigmund Freud. Era un médico famoso y está escrita de su puño y letra. Ahora les enseñaré a interpretar los signos que hay en las cartas. El papel en el que está escrita es feo y barato, eso lo pueden ver todos, ¿verdad?, lo cual significa que era un tacaño, o que era pobre, o que no tenía pretensiones estéticas, o que no le daba importancia a los asuntos mundanos. Estos bucles largos y puntiagudos denotan una fuerte conciencia de los valores espirituales y la inclinación de las líneas una naturaleza pesimista. El margen se ensancha al final de la página, como en el manuscrito de Keats de “Oda a un ruiseñor”. ¿Recuerdan que les enseñé una fotografía? ¿Quién se acuerda? ¿Ulrich? Muy bien, Ulrico. Significa que el doctor era el mismo tipo de persona que Keats. Keats era un poeta, pero ya está muerto. Siento decir que su firma revela presunción. Pero se trataba de un gran hombre, hacía bien en estar seguro de sí mismo.
      —¿Qué dice la carta? —dijo Igor finalmente.
      —La carta no está dirigida a mí. Es una carta antigua, ¿ven la fecha? La enviaron treinta años antes de que cualquiera de ustedes naciera. Probablemente iba dirigida a un colega, miren, aquí donde señalo. A otro médico. Es probable que se trate de una opinión sobre un paciente.
      —¿No puedes leer lo que dice? —dijo Igor.
      Intenté pensar en una respuesta constructiva, porque “No sé leer alemán” era demasiado vago:
      —Algún día tú, Robert, e incluso tú, Ulrich, podréis leer alemán, y entonces leerán la carta y todos sabremos qué era lo que el doctor Freud le decía a su colega. Yo aprendería alemán —continué— si tuviera más tiempo.
      Como prueba del poco tiempo que tengo ocurrieron tres cosas a la vez: mi abogado, que sólo se pone en contacto conmigo cuando tiene malas noticias, llamó desde Lausana, Maria-Gabriella entró a retirar la bandeja del desayuno, y los perros, al despertarse, empezaron a ladrar. Parece que el ruido excesivo me afecta a la visión. La habitación se convirtió en una masa borrosa y unidimensional. Le hice señas a Maria-Gabriella discretamente, porque jamás querría que los niños se sintieran rechazados o que sobran, de manera que ella lo entendió al instante y se los llevó lejos de mí. Entonces los perros dejaron de ladrar, todos menos la pobre Sarah, vieja y ciega, que siguió advirtiendo infatigablemente de ese ladrón que había en una habitación a oscuras de su propia invención. Entre tanto maître Gossart me decía desde Lausana que no iba a poder quedarme con ninguna de las niñas de Vietnam. Ninguna de ellas podrá ser adoptada cuando se curen de sus quemaduras, tendrán que volver a Vietnam. Esa fue la condición para que vinieran. Estuvo dando rodeos para contarme esto hasta que le corté de golpe con: “Entonces, ¿no voy a poder quedarme con ninguna de las quemadas?”, y como no paraba de mascullar cosas le dije: “Maître, este es un maldito país asqueroso y sucio, y si no fuera por los impuestos hacía las maletas ahora mismo y me iba. Pero esos impuestos hacen que no tenga libertad. Me obligan a quedarme en Suiza”.
      Maria-Gabriella me encontró tirada entre cojines, llorando a mares. Cuando estiró el brazo para retirar la bandeja me entraron ganas de decirle: “Tira al suelo el pez ese antes de irte, ¿quieres?”. Pero eso a ella le habría causado una conmoción, y los niños se habrían quedado de una pieza si hubieran llegado a enterarse. De hecho, Maria-Gabriella se paró a admirar el pez y dijo: “Deben llevar semanas guardándose el dinero para sus gastos”. Entonces me vino a la cabeza que poisson d’Avril significa “broma”, gastarle una broma a alguien el día de los Inocentes. No, este pez no es una broma. Para empezar, ninguno de ellos tiene tanta imaginación, aparte de que el pez ese es demasiado caro, además, jamás se habrían atrevido. A decir verdad, yo a ellos no les quiero. Ni tampoco quiero la carta de Freud. Lo único que yo quería era esa pequeña vietnamita. Sí, lo que en realidad quiero es una niña de modales refinados; la he querido toda la vida pero nadie va a darme una.

sábado, 2 de mayo de 2015

LA OCTAVA PLAGA



Jeremías Ramírez Vasillas

Después muchos años de dominio humano, los insectos se alían para recobrar lo que —dicen— siempre ha sido de ellos: el planeta. Y para lograr derrotar a los humanos, van tomando posesión de ellos, como si fueran espíritus malignos. El cuerpo invadido empieza de pronto a comportarse como insecto: algunos son como hormigas, otro como termitas y se comen el papel, o como arañas… Y investidos como insectos van cometiendo crímenes terribles. La meta es lograr derrotar a los humanos… con los humanos.
            La idea es interesante y si estuviera bien desarrollada, con inteligencia y bien narrada, estaríamos ante una gran novela negra, de ciencia ficción y horror, pero en el caso de La octava plaga, de Bernardo Esquinca, no sucede así. Tal parece que la ciencia ficción aún no arraiga en nuestro país. Del género policiaco ya hay ejemplos memorables como El complot mongol.
            El personaje principal de esta novela es un desencantado periodista que cuando se cierra la sección de cultura donde trabaja es introducido, sin desearlo él, a cubrir la nota roja, Es el único de la sección de cultura que no lo despiden, aunque no se nos explica por qué.
            El enigma principal, y problema a resolver, son una serie de asesinatos en moteles en los cuáles empiezan a aparecer hombres atados a la cama con la cabeza cercenada. Se cree que es una prostituta asesina.
            Me gustó el inicio de la novela: un entomólogo descubre a un insecto inclasificable, aunque no nos muestra ni explica porqué no es posible clasificarlo. Eso hubiera consolidado el argumento que va a desarrollar.
            Pese a que el autor se documentó más o menos bien, su interés por jugar con el realismo a pesar de que el relato es mueva hacia lo fantástico, hace que la novela sufra en varios momentos con la verosimilitud. Por ejemplo, nos dice que los humanos se comportan como insectos, pero no vemos si en esta conducta hay un transformación de cuerpo, como en el caso de La metamorfosis de Kafka. Y a pesar de que son varios personajes que sufren la posesión de los insectos, no logra el autor que los sintamos definidos.
            Por otro lado, otra falla de verosimilitud es el oficio de su personaje, Casasola, de quien nunca vemos sus virtudes en el uso de la pluma o el por qué lo trasladan a otra sección del periódico. Pudo mostrarnos, tal vez, su habilidad para la investigación o su gusto por la nota roja o la literatura policial, pero nada. En toda la novela apenas si garrapatea una mala nota. Al parecer el autor no conoce el oficio periodístico (aunque leyendo su biografía dice que es periodista), de ahí que se sienta falso al personaje y más aún que tras su encuentro infortunado con un mujer-insecto que secuestró a su ex mujer, pague su asistencia médica y hospitalaria y, además, que se afiance en su trabajo. Pero no sólo eso: a pesar de no demostrar ninguna habilidad periodística, al final lo contrata otro medio dedicado especialmente a la nota roja, sin darnos razón alguna del por qué.
            Además hay personajes sacados de la nada, subtramas que no confluyen a un mismo punto terminal, y giros dramáticos no generados por la necesidad. En fin, un escritor más que se da de baja de mi estima. Lástima, era muy prometedor su inicio.


lunes, 13 de abril de 2015

EL LADO NEGATIVO DE LA VIDA


In memoriam de Eduardo Galeano

Charles Bukoswki decía que "el optimismo es algo nauseabundo"(1). Nunca había leído una declaración tan tajante como esta. Invadidos por la pseudocultura de la superación personal y cierto misticismo oriental de ver y declarar sólo lo positivo de la vida, se vuelve de pronto tan desagradable, tan, como decía Bukoswki, nauseabundo.

Incluso nos instan a que veamos sólo los logros, lo bueno, lo blanco, lo luminoso... Está bien, pero al negarnos a considerar el lado opuesto caemos en una especie de ceguera enfermiza que en nada ayuda.

Eduardo Galeano, por cierto --esto descubrí al escuchar la entrevista que Carmen Aristegui le hizo hace algún tiempo y que hoy se transmitió en CNN-- era un gran pesimista, un especialista minucioso de ese lado negativo de la realidad (sin que esto le cegara la visión de las cosas maravillosas de la cultura en general, particularmente de la latinoamericana, como lo consigna poéticamente en los 3 tomos de Memoria del Fuego), y tan explícito que nos permitió tomar conciencia de muchas desgracias que pesa sobre los latinoamericanos. Su obra más contundente al respecto Las venas abiertas de América Latina, es una radiografía feroz de esa sangre que mana de siglos de injusticias. Pero gracias a esa visión (de él y de otros) ha crecido en muchos sectores y el enorme deseo por la justicia. Tanto organizaciones sociales como activistas, deben en mucho de su talante a estos libros que no se detuvieron a ver el lado bonito de la vida.

Precisamente, la búsqueda de un mundo mejor parte de ver este lado (sin edulcorantes) terrible y atroz que nos despierta la sed y el hambre de justicia, como dice el Evangelio.

Hoy se ha ido, pero su visión y sus libros seguirán siendo luz para muchas generaciones que no se conforman con ver el lado rosita de la vida, y buscan que las condiciones de miseria de muchos cambie, aunque parezca esta lucha una quijotada, es decir, una quimera irrealizable.



1) Frase citada por Isaac Mendoza Vazquez, en su artículo "Charles Bukowski: sangre sobre el verso", en la revista La Jornada Semanal, No. 252, 10 de abril de 1994, p. 5. 



EL GARABATO: Vicente Leñero

Jeremías Ramírez Hace no sé cuántos años que compré este libro, quizá unos 30. Fue a mediados de los ochenta cuando el FONCA sacó a la venta...