Jeremías Ramírez Vasillas
Rembrandt pintó el cuadro El regreso
del hijo pródigo en 1669, poco antes de que muriera; este fue su penúltima
obra. Este gran pintor, a pesar de su éxito como artista, tuvo una vida llena
de altibajos y desgracias. En 1669 tenía 63 años de edad, y ya estaba
físicamente acabado y hundido en la pobreza. Su última obra fue un autorretrato
donde muestra su rostro avejentado, unas manos pequeñas, escondidas entre sus
puños y hundidas en la penumbra, y una mirada sumamente cansada. Contrasta con
el autorretrato que pintó en 1640, cuando tenía 34 años, en el que muestra la
mirada firme y osada y sobresale una de sus manos, que eran de gran tamaño,
llena de vigor.
El cuadro El regreso del hijo pródigo motivó a Henri
Nouwen, a escribir un libro conmovedor con ese título en el que analiza este
cuadro, su relación con el relato evangélico, su experiencia de vida como
sacerdote católico y la vida de Rembrandt. Lo publicó en 1992, cuatro años
antes de que muriera de un ataque al corazón.
Nouwen descubrió este
cuadro en 1986 en un cartel que tenía en la puerta de su oficina su amiga
Simone Landrien, que trabajaba en El Arca, una agrupación católica que acoge a
personas con enfermedades mentales, en Trosly, Francia. Le impactó tanto que
compró el cartel y lo tenía en su lugar de trabajo. Poco después lo invitó a
San Petersburgo su amigo Bobby Massie y aprovechó la ocasión para contemplar el
original que estaba en el museo Hermitage, que se ubica en esa ciudad. La
primera vez que acudió al museo lo desalentó la cantidad de gente y se
preguntó, ante esa cantidad de gente, cuánto tiempo podría contemplar el cuadro.
La madre de su amigo lo puso en contacto con el director del museo, amigo suyo,
quien le permitió entrar por otra puerta y contemplar el cuadro por el tiempo
que él quisiera. El cuadro mide 262 cm de alto y 205 de ancho, de modo que las
figuras casi tienen el tamaño real de una persona. Debe ser impresionante verlo
en directo.
El hecho de que buscara contemplar el original me
hizo pensar en lo que afirma el pintor mexicano Ignacio Salazar: “La pintura es
pintura, no imagen. La pintura se debe ver en original no en una reproducción a
todo color”. Y es cierto, sólo en el original se ve el relieve de la pintura
que fue plasmando el pintor en su obra lo cual le da una cualidad que no se
puede reproducir en las mejores técnicas de alta resolución.
Esta contemplación, una lectura cuidadosa de la
parábola que aparece en el evangelio según San Lucas 15: 11-32, en contraste
con su propia experiencia espiritual, lo llevó a escribir un libro de gran
profundidad humana y espiritual, que logra tocar las fibras más sensibles del
lector, aunque no profese el cristianismo.
Esta parábola fue narrada por Jesús para
ejemplificar el amor de Dios por los pecadores, situación inaceptable para los
judíos de su tiempo. La parábola dice que un hombre tenía dos hijos; uno de
ellos, el menor, le pide la parte de los bienes que le corresponden y se va lejos
donde los desperdicia. Cuando ya no le queda nada, hay una gran hambruna en esa
región, y se ve obligado a trabajar como cuidador de cerdos. Su hambre es tal
que deseaba incluso alimentarse de la comida de esos animales. Se dijo: “!Cuántos
jornaleros hay en casa de mi padre que tienen abundancia de pan, y yo aquí
perezco de hambre!”. Y decide regresar y pedirle perdón a su padre, pero su
padre, al verlo de lejos, corre hacia él, lo abraza y pide que lo vistan con
dignidad y hagan fiesta. Cuando el hijo mayor regresa, pregunta por qué hay
fiesta y al contarle que su hermano ha regresado, se enoja y su padre sale a
convencerlo de que entre.
El libro se divide en tres partes. La primera
aborda la figura del hijo menor en la que Nouwen explica la situación de este
hijo rebelde, y cómo, al llegar a un estado crítico, se reconoce como hijo de
su padre y decide regresar. Le llama la atención la manera miserable en que
Rembrandt pinta al hijo menor, con un pie descalzo y con una cicatriz en dicho
pie. La lectura de Nouwen de esta imagen y el análisis del texto bíblico le
sirve para explicar como él, cuando se ha sentido perdido, el saberse hijo de
Dios, lo hace buscar refugio en Él. Afirma que, a pesar de su oficio de
sacerdote, no está exento a extraviarse, y es en esos momentos es cuando necesita
el abrazo del padre, su cuidado y su consuelo.
En la segunda parte aborda la figura del hermano
mayor. Deduce que en el cuadro de Rembrandt es el hombre vestido con lujo que
está de pie del lado derecho, con una capa roja como el padre, con el gesto
duro, quizá molesto, rencoroso. Un amigo le comentó a Nouwen que él era más
parecido al hijo mayor. Entonces dice que reconoció que, en efecto, muchas
veces ha estado cargado de envidia y celos cuando ve a otros que reciben
reconocimientos que él no recibe. Y esta amargura lo lleva a pensar en que
quizá no vale nada. Esta descalificación de sí mismo, afirma, es alentada por
nuestra cultura: “El mundo en el que crecí es un mundo tan repleto de
categorías, grados y estadísticas” que lo llevan a compararse. Y, agrega, que
en su relación con Dios “esta comparación es inútil, una pérdida de tiempo y de
energía”.
En la tercera parte analiza la figura del padre.
En ella, Nouwen afirma que, en el cuadro de Rembrandt, es el elemento medular a
pesar de que esté cargado al lado izquierdo. Lo primero que llamó la atención
fueron sus manos que se posan cariñosamente en el hijo menor, con dulzura. Y
advierte que éstas son desiguales: la derecha es más grande y ruda (él la
identifica con una mano masculina); la de la derecha es menos grande, de dedos
finos y delicados (femenina). Para Nouwen, las manos simbolizan que Dios es
para nosotros padre y madre simultáneamente, de ahí que haya pintado las manos
diferentes.
El hecho de que este cuadro de Rembrandt no coincide
con el evangelio, pues el hijo mayor no está cuando el menor llega, es porque
sintetiza en este cuadro toda la historia que narra el evangelio. Por ello
incluye la figura del hermano mayor. En la página 101 afirma: “Aquí [en este
cuadro] todo se une: la historia de Rembrandt, la historia de la humanidad y la
historia de Dios. Tiempo y eternidad se cruzan; la proximidad de la muerte y la
vida eterna se tocan. Pecado y perdón se abrazan; lo divino y humano se hacen
uno”.
Yo no conocía esta pintura de Rembrandt hasta que
el libro me la descubrió. Lo leí por recomendación de un amigo psicólogo,
investigador de la UAM. Lo he leído dos veces y le he tomado un gran aprecio.
El libro lo escribió Nouwen con una enorme delicadeza. Hay en él una infinidad
de detalles de modo que, para apreciarlo bien, como en la contemplación de una
pintura, exige leerlo varias veces y muy lentamente, para penetrar en los
detalles. Una lectura veloz no permite disfrutar los pasajes delicados. Se nota
que es la obra de una persona mayor, sensible, amoroso, sabio, que la vida ha
dejado en él una impronta de un hombre bueno, cuyo amor a Dios, al arte, a la
humanidad. ha sido producto de un generoso caminar por la vida. Es un hombre
humilde y un gran escritor. Al final del libro escribe: “Cuando, hace cuatro
años, fui a San Petesburgo a ver El
regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt, no tenía ni idea de cuánto tiempo
iba a tener que vivir lo que vi entonces. Permanezco con respeto en el lugar a
donde me condujo Rembrandt. Me condujo desde el hijo menor, arrodillado y
desarreglado, hasta el anciano padre de pie inclinado, desde el lugar donde era
bendecido al lugar de la bendición. Cuando miro mis manos, sé que me han sido
dadas para que las extienda a todo aquél que sufre, para que las apoye sobre
los hombros de todo el que se acerque y para ofrecer la bendición que surge del
inmenso amor de Dios”.
Es muy complicado e injusto resumir un libro como
este, en el que, en cada párrafo, hay gemas valiosas, así que no me resta más
que invitarlos a que lo lean, ya sean creyentes o no, católicos o protestantes.
Es un libro que nos enseña a ser mejores seres humanos en relación con uno
mismo y con el prójimo.