lunes, 9 de julio de 2018

AGATHA CHRISTIE / MUERTE EN EL NILO


Desde que me inicié como lector (cuando cursaba la prepa), Agatha Christie era una de las autoras cuyos libros me salían al paso, pero siempre le tuve cierto recelo y nunca quise comprar uno de sus libros, quizá por prejuicios tempranos: no quería leer novelas populares, de consumo masivo. Estaba encantado con los grandes autores que recién estaba descubriendo y esos libros de altas ventas no me llamaban la atención.
Pero finalmente el futuro (o el pasado) me alcanzó y hace poco me di la oportunidad de leer, al menos una de sus novelas, de su cuantiosa obra escrita (publicó 66 novelas policiales, seis novelas rosas y 14 historias cortas —bajo el seudónimo de Mary Westmacott—, además de incursionar como autora teatral en obras como La ratonera o Testigo de cargo, dice Wikipedia).
            Y todo fue porque hace poco, en una exposición de nieve en Celaya, donde también había una micro feria del libro, observé que habían algunos libros de Agatha Christie. Tomé uno de ellos. No me gustó la tipografía, un tanto pequeña (la edad nos empuja a buscar tipografías grandes) ni el interlineado un poco cerrado. Los libros tenían una uniformidad en el diseño de portada e interiores. Al parecer es una colección de todas sus novelas. Me decidí por el título que me pareció más sugerente: Muerte en el Nilo; no por la muerte, sino por el Nilo, ese majestuoso río, el más largo del mundo, a cuya vera floreció uno de los imperios de mayor duración, lleno de misterios, hasta en su escritura. Quería saber qué cosas me podía mostrar del Nilo la señora Christie. Creo, ahora que he leído la novela, que en cualquiera de los títulos hubiera encontrado la misma historia: un crimen, un investigador, muchos personajes secundarios (posibles culpables), una circunstancia que detona el crimen y un hallazgo develado por la autora.
Intuyo que debía escribió bajo un mismo esquema todas sus novelas policiacas, pues en esta novela, el Nilo queda como escenografía de fondo, no lo aprovecha dramáticamente, se aisla la presencia incluso de egipcios. La historia que narra podría haberse escenificado en cualquier parte del mundo. La escenografía, el Nilo, Egipto, las Pirámides, los faraones, apenas están dibujados, y muy pronto pierden presencia. La acción más importante sucede a bordo de un barco que surca las aguas del Nilo llevando un reducido grupo de ociosos ingleses y uno que otro francés o norteamericano.
            De entrada, me cansó. La señora se perdía en descripciones larguísimas de los personajes relatando sus trivialidades y sus manías y prejuicios, los cuales jamás juegan un papel relevante en la historia. El drama importante llega, finalmente, cerca de la página 100. Doña Cristhie usó muchas páginas en plantear los elementos constitutivos dando detalles intrascendentes, repito, triviales. Es claro que el objetivo de la autora era complacer a una audiencia que se refocilaba en estos detalles sociales intrascendentes, prejuiciosos a veces. Y todo ello, porque doña Agatha escribía para que los ingleses de clase media o media alta se sintieran retratados en sus manías y nimiedades, y se creara una empatía con la autora.
            Una vez que el conejo salta a la escena, la narración se centra en la acción. Esta acción inicia con el descubrimiento de una mujer que ha sido asesinada en su camarote. La señora Cristhie se tardó mucho en sembrar el señuelo: una mujer celosa, a quien la muerta le dio baje con el novio para casarse con él.
La novela no es muy larga: apenas 213 páginas. Y tiene la virtud de que cautiva una vez soltada la liebre para que el lector trate de darle caza al culpable. Me gustó el hecho de que sabe complicar el enigma de modo que el clue (la pista, la clave) se enrarece, se pierde y el lector empieza a elaborar hipótesis al no encontrar una respuesta clara. No he leído más obras de ella, pero casi estoy seguro que ese es elemento o característica de su obra y el secreto de su éxito allende las fronteras angloparlantes. Es como un buen crucigrama que reta a la habilidad lógica del lector para que juegue a descubrir al culpable.
Donde la puerca tuerce el rabo, como diría mi abuela, es en la forma es en el desenlace: el investigador es quien revela cómo fue que descubrió al culpable, pero el lector jamás lo hizo partícipe, como para, en caso de acertar, se sintiera gratificado. Es como si le dijera al lector: como sé que nunca vas a adivinar, yo te digo. Me sentí defraudado.
Tampoco me pareció muy atractivo su Sherlock Holms, que aquí se llama Hércules Poirot. Me parece más interesante el extrañísimo Holmes o Auguste Dupin o muchos otros como Hector Belascoarán Shayne de Paco Ignacio Taibo II.
             No sé si me atreva a leer otra de sus novelas. Tal vez no, pues nada más de pensar que tendré que recorrer ese largo pasillo de 100 páginas para llegar a lo divertido, no me atrae. Me gusta más, en el caso de las novelas policiales, que prácticamente empiecen con el elemento principal, al estilo de Henning Mankell, el escritor sueco creador del investigador policial Kurt Wallander o Petros Márkaris y su investigador Kostas Jaritos que el intrigoso Héctor Poirot de Agatha Christie, pero en gustos nunca hay uniformidad, así que si usted le gustan los relatos llenos de detalles que poco tienen que ver con el eje central de la novela, aquí tiene a una maestra consumada de ese estilo.


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