He
leído algunos y análisis de la película Coco,
la recién producción de Pixar-Disney, y muchos comentarios en redes sociales. Y
encuentro en muchas de ellas declaraciones categóricas, como que “Si no lloras
con la película es que estás muerto y no mereces estar en el mundo de los vivos”.
Como si llorar fuera el indicador de calidad. “Dime cuántas lágrimas tiras y te
diré qué tan humano eres”, parecen decir.
Algunos que me conocen saben que durante mucho tiempo me
dediqué al análisis cinematográfico y me preguntan: ¿Es buena o no es buena?
¿Voy no voy? Dime tu opinión de la
película. Tímidamente me atrinchero y cuando el pasmo empieza a ceder les
empiezo a dar algunas balbuceantes opiniones.
En primer lugar hay que subrayar que un producto artístico
(perdón que diga producto pero si estamos dentro de una lógica de mercado este
es el nominativo más preciso, es decir,
es una obra cuyo fin último es recabar dinero) no se puede calificar de una
manera contundente y definitiva. Hay obras que se logran valorar muchos años
después, Blade Runner, la de 1982 de Ridley
Scott, por ejemplo.
Yo les contesto que su calidad (es decir, si es buena o no)
dependerá de sus gustos, de su formación estética, de su formación cultural
(entiéndase por cultura costumbres, tradiciones, formas de vivir). De modo que
para muchos Coco será una de las
mejores películas que haya visto, y la valorará más si se enterneció y soltó el
llanto.
Para otros, con un sentido más crítico, conocimientos más
profundos sobre la dramaturgia y la estética fílmica, le encontrarán muchos
asegunes, y la sensiblería (el llanto) será un indicador negativo.
Estas dos posturas no son las únicas. En medio habrá muchos
matices, y muchos argumentarán su gusto o su disgusto y lo defenderán incluso
con calificativos altisonantes (mentadas, pues).
En un intento de respuesta a mis amigos que me han
preguntado, les he propuesto primero separar los elementos para tratar de ser
un poquito más objetivo, sin que ello signifique que vayamos a obtener la
verdad absoluta.
En primer lugar, como animación 3D, es un producto con una
factura de altísima calidad, en el que cuidaron muchos detalles, como la
digitación del niño al pulsar la guitarra: su trabajo es de una enorme pulcritud.
En este plano, por supuesto que es una buena película de animación.
En cuanto a su construcción dramática, podemos ver que es
una película construida como una efectiva máquina de conmoción emocional. Y para
lograrlo usa uno de los sentimientos más universales: el amor y sus elementos
contrarios: el odio, la traición, la oposición familiar. Esta lucha de opuestos
es lo que le da intensidad al drama. Y en la película están perfectamente
dispuestos. Si tomamos un poco de distancia, podemos ver que muchas de las
películas taquilleras justamente usan estos mismos resortes emocionales,
algunas de forma más superficial; otras, más profunda. De modo que podríamos
poner esta misma estructura dramática e historia en un trasfondo cultural
japonés, nórdico, y funcionaría de maravilla. Cualquiera se conmocionaría ante
el tesón de un niño en busca férrea de su sueño, al grado de ir al mismísimo
lugar de los muertos.
Ahora, para que atrapara más al público mexicano, Coco está arropada en una de las formas
culturales muy arraigadas en el alma nacional y hoy potenciada por una especie
de contagio de modo que no hay sitio que se libre de tener un altar. Es decir,
ha habido una sobrevaloración de la conmemoración mortuoria que nos llega desde
los aztecas, pero que se ha ido alimentando en el camino de otras prácticas
culturales.
Y para que la película amarre se le agrega un fiel retrato
de las conductas familiares propias de los mexicanos: la familia extendida
viviendo bajo el mismo techo y por ello la convivencia de varias generaciones
en un mismo espacio, los férreos códigos de honor y fidelidad familiar y el
estricto respeto a sus costumbres.
Por ello, tal vez, choca un poco ese Mictlán de Coco tan moderno, lleno de luces y
bullicio, con equipo electrónico de reconocimiento facial (que se siente
gracioso), y cuyas urbes son una mezcla de ciudades latinoamericanas con otras
del primer mundo. Hubo momento en que me recordaron las ciudades de Blade
Runner y algunas otras películas futuristas.
Y un elemento más: un retrato hiperrealista de algunos
pueblos de Oaxaca o Guanajuato que nos hacen reconocer nuestra tierra.
A pesar de ello, no podía entender el furor de la gente por
ver la película. Poco a poco me ha ido cayendo el veinte: lo que vende Coco al público nacional es un
maravilloso espejo. Un espejo que tiene la virtud de no devolvernos crudamente
nuestra imagen, como realmente es, sino que nos regala una imagen de como
quisiéramos vernos: un México lleno de color, de calor humano, de alegría, de
solidaridad, de amor fraterno y familiar. Es decir, nos devuelve nuestra
desportillada identidad rejuvenecida y barnizada.
Lejos está de películas que también retratan el alma
nacional, como las de Arturo Ripstein (La
calle de la amargura, El castillo de
la pureza, El imperio de la fortuna),
Carlos Raygadas (Japón, Batalla en el cielo) o Amat Escalante (Heli, Los bastardos, Sangre), o
incluso las de Luis Estrada (La ley de
Herodes, La dictadura perfecta, El infierno).
La imagen de esas películas, aunque sea mucho más fiel, no
nos gustan. Eso me hizo recordar una anécdota que don Luis Buñuel cuenta en su
libro Mi último suspiro. Dice que
cuando estrenó Los olvidados, Guadalupe
Marín, esposa en ese entonces de Diego Rivera, se le fue con las uñas por
delante y gritándole que había ofendido a México, por el retrato tan crudo de
un sector de la población.
Repito: ese cine que nos retrata con mayor nitidez, más
cruda, desagradable, decadente, cruel de nosotros mismos, no nos gusta y no
queremos verlas. Algunas de las cintas mencionadas han sido muy exitosas, pero
ninguna alcanzó ni el 10 por ciento de la taquilla que ha logrado Coco.
Coco es una
historia tierna, familiar, en la que un niño lucha por alcanzar su deseo y para
ello baja al inframundo para, no sólo encontrar su destino, sino además logra la
reconciliación familiar entre vivos y muertos, desatando nudos que se estaban
hundiendo en la ignorancia y el olvido, todo ello empaquetado en un bellísimo
envoltorio con tintes nacionales.
Coco es en sí,
una hermosa película, pero que tiene la misma consistencia nutrimental de una
golosina, de un algodón de azúcar; es decir, es deliciosa pero poco nutritiva
culturalmente hablando, aunque ponga en relieve una de las tradiciones más
apreciadas por los mexicanos. Y tal vez ponga riesgo —para quien valoran y sobre
valoran estas tradiciones— a arrumbar otros aspectos más propios de nuestra
cultura. Quizá a partir de ahora la celebración de los muertos tendrán un
barniz pixar o disneyano, como el desfile en la ciudad de México ahora emula a
la dela película de James Bond.
En fin, lo hecho, hecho está. Cuando nos haga digestión el
platillo (para los que les haga digestión) podrán ver con mayor claridad el
valor nutrimental de este rico atole de coco.
Jeremías Ramírez Vasillas
No hay comentarios:
Publicar un comentario