jueves, 9 de noviembre de 2017

UN RICO ATOLE DE “COCO”


He leído algunos y análisis de la película Coco, la recién producción de Pixar-Disney, y muchos comentarios en redes sociales. Y encuentro en muchas de ellas declaraciones categóricas, como que “Si no lloras con la película es que estás muerto y no mereces estar en el mundo de los vivos”. Como si llorar fuera el indicador de calidad. “Dime cuántas lágrimas tiras y te diré qué tan humano eres”, parecen decir.
Algunos que me conocen saben que durante mucho tiempo me dediqué al análisis cinematográfico y me preguntan: ¿Es buena o no es buena? ¿Voy  no voy? Dime tu opinión de la película. Tímidamente me atrinchero y cuando el pasmo empieza a ceder les empiezo a dar algunas balbuceantes opiniones.
En primer lugar hay que subrayar que un producto artístico (perdón que diga producto pero si estamos dentro de una lógica de mercado este es el nominativo más preciso,  es decir, es una obra cuyo fin último es recabar dinero) no se puede calificar de una manera contundente y definitiva. Hay obras que se logran valorar muchos años después, Blade Runner, la de 1982 de Ridley Scott, por ejemplo.
Yo les contesto que su calidad (es decir, si es buena o no) dependerá de sus gustos, de su formación estética, de su formación cultural (entiéndase por cultura costumbres, tradiciones, formas de vivir). De modo que para muchos Coco será una de las mejores películas que haya visto, y la valorará más si se enterneció y soltó el llanto.
Para otros, con un sentido más crítico, conocimientos más profundos sobre la dramaturgia y la estética fílmica, le encontrarán muchos asegunes, y la sensiblería (el llanto) será un indicador negativo.
Estas dos posturas no son las únicas. En medio habrá muchos matices, y muchos argumentarán su gusto o su disgusto y lo defenderán incluso con calificativos altisonantes (mentadas, pues).
En un intento de respuesta a mis amigos que me han preguntado, les he propuesto primero separar los elementos para tratar de ser un poquito más objetivo, sin que ello signifique que vayamos a obtener la verdad absoluta.
En primer lugar, como animación 3D, es un producto con una factura de altísima calidad, en el que cuidaron muchos detalles, como la digitación del niño al pulsar la guitarra: su trabajo es de una enorme pulcritud. En este plano, por supuesto que es una buena película de animación.
En cuanto a su construcción dramática, podemos ver que es una película construida como una efectiva máquina de conmoción emocional. Y para lograrlo usa uno de los sentimientos más universales: el amor y sus elementos contrarios: el odio, la traición, la oposición familiar. Esta lucha de opuestos es lo que le da intensidad al drama. Y en la película están perfectamente dispuestos. Si tomamos un poco de distancia, podemos ver que muchas de las películas taquilleras justamente usan estos mismos resortes emocionales, algunas de forma más superficial; otras, más profunda. De modo que podríamos poner esta misma estructura dramática e historia en un trasfondo cultural japonés, nórdico, y funcionaría de maravilla. Cualquiera se conmocionaría ante el tesón de un niño en busca férrea de su sueño, al grado de ir al mismísimo lugar de los muertos.
Ahora, para que atrapara más al público mexicano, Coco está arropada en una de las formas culturales muy arraigadas en el alma nacional y hoy potenciada por una especie de contagio de modo que no hay sitio que se libre de tener un altar. Es decir, ha habido una sobrevaloración de la conmemoración mortuoria que nos llega desde los aztecas, pero que se ha ido alimentando en el camino de otras prácticas culturales.
Y para que la película amarre se le agrega un fiel retrato de las conductas familiares propias de los mexicanos: la familia extendida viviendo bajo el mismo techo y por ello la convivencia de varias generaciones en un mismo espacio, los férreos códigos de honor y fidelidad familiar y el estricto respeto a sus costumbres.
Por ello, tal vez, choca un poco ese Mictlán de Coco tan moderno, lleno de luces y bullicio, con equipo electrónico de reconocimiento facial (que se siente gracioso), y cuyas urbes son una mezcla de ciudades latinoamericanas con otras del primer mundo. Hubo momento en que me recordaron las ciudades de Blade Runner y algunas otras películas futuristas.
Y un elemento más: un retrato hiperrealista de algunos pueblos de Oaxaca o Guanajuato que nos hacen reconocer nuestra tierra.
A pesar de ello, no podía entender el furor de la gente por ver la película. Poco a poco me ha ido cayendo el veinte: lo que vende Coco al público nacional es un maravilloso espejo. Un espejo que tiene la virtud de no devolvernos crudamente nuestra imagen, como realmente es, sino que nos regala una imagen de como quisiéramos vernos: un México lleno de color, de calor humano, de alegría, de solidaridad, de amor fraterno y familiar. Es decir, nos devuelve nuestra desportillada identidad rejuvenecida y barnizada.
Lejos está de películas que también retratan el alma nacional, como las de Arturo Ripstein (La calle de la amargura, El castillo de la pureza, El imperio de la fortuna), Carlos Raygadas (Japón, Batalla en el cielo) o Amat Escalante (Heli, Los bastardos, Sangre), o incluso las de Luis Estrada (La ley de Herodes, La dictadura perfecta, El infierno).
La imagen de esas películas, aunque sea mucho más fiel, no nos gustan. Eso me hizo recordar una anécdota que don Luis Buñuel cuenta en su libro Mi último suspiro. Dice que cuando estrenó Los olvidados, Guadalupe Marín, esposa en ese entonces de Diego Rivera, se le fue con las uñas por delante y gritándole que había ofendido a México, por el retrato tan crudo de un sector de la población.
Repito: ese cine que nos retrata con mayor nitidez, más cruda, desagradable, decadente, cruel de nosotros mismos, no nos gusta y no queremos verlas. Algunas de las cintas mencionadas han sido muy exitosas, pero ninguna alcanzó ni el 10 por ciento de la taquilla que ha logrado Coco.
Coco es una historia tierna, familiar, en la que un niño lucha por alcanzar su deseo y para ello baja al inframundo para, no sólo encontrar su destino, sino además logra la reconciliación familiar entre vivos y muertos, desatando nudos que se estaban hundiendo en la ignorancia y el olvido, todo ello empaquetado en un bellísimo envoltorio con tintes nacionales.
Coco es en sí, una hermosa película, pero que tiene la misma consistencia nutrimental de una golosina, de un algodón de azúcar; es decir, es deliciosa pero poco nutritiva culturalmente hablando, aunque ponga en relieve una de las tradiciones más apreciadas por los mexicanos. Y tal vez ponga riesgo para quien valoran y sobre valoran estas tradiciones— a arrumbar otros aspectos más propios de nuestra cultura. Quizá a partir de ahora la celebración de los muertos tendrán un barniz pixar o disneyano, como el desfile en la ciudad de México ahora emula a la dela película de James Bond.
En fin, lo hecho, hecho está. Cuando nos haga digestión el platillo (para los que les haga digestión) podrán ver con mayor claridad el valor nutrimental de este rico atole de coco.

Jeremías Ramírez Vasillas


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