Tengo una debilidad: cualquier novela, por
mala que sea, que trate sobre el cine, ya sea sobre un guionista o un director
o un rodaje, inevitablemente la compro. Esto me ha llevado a leer libros
infames como Tarzán en Acapulco, un
libro mal escrito que no da luz sobre el emblemático actor de Tarzán, Johnny
Weissmüller, quien vivió últimos años refugiado en su casa en Acapulco.
Esta
debilidad me llevó a comprar el libro Al
filo de la hierba, escrito por Harkaitz Cano y publicado por Roca editorial
(editorial española), pues por primera vez encontraba a Charles Chaplin como
personaje de una novela y prometía la contraportada una buena historia
confrontando a Hitler: “…en la bodega de su barco (habla de Hitler) lleva preso
al hombre que lo ha desafiado más allá de la provocación, al comediante que lo
ha humillado y detesta: Charles Chaplin”. Y cuando llegué a este nombre, mi
emoción se disparó.
Esta
novela relata una posible invasión nazi a suelo norteamericano. Varios barcos y
submarinos llegan a la gran manzana y casi sin resistencia la toman y se
posesionan de la ciudad y, poco a poco, de toda la costa este.
Una
narración paralela relata el viaje de un
minero francés, Olivier Legrand, que huyendo de las condiciones miserables de su
trabajo, emigra, en 1886, a Estado Unidos, y viaja en el barco que transporta
la Estatua de la Libertad del país galo a Norteamérica y duerme, compartiendo
su “camarote” (la cabeza de la estatua) con las ratas.
Continua
el texto de contraportada: “Cuando la embarcación nazi toma el puerto de New
York, las dos historias se entrelazan. Un ya viejo Legrand, Chaplin y el Gran
Dictador interactúan en las calles de Manhattan, donde contrapondrán sus
mínimas historias a la Historia de los libros”.
Lo
compré pues y de inmediato le di lectura. Empieza con un inicio cautivador:
reproduce un extracto de una entrevista del diario San Francisco Chronicle, publicada en 1940, en la que Chaplin habla
de El Gran Dictador, la película que
hizo en ese mismo año, y en la que se mofa de Hitler (la secuencia de la
película más gozosa es cuando el dictador —Chaplin disfrazado de Hitler— juega
con un globo terráqueo inflable lanzándolo al aire. En la entrevista declara
que habían pensado un gag de inicio en el que un joven, para tratar de
informarle al carpintero cuánto quiere su padre elevar el pasamanos de su casa,
va con la mano levantada (como el saludo nazi) por la calle. Pero, declara, a pesar
de que se filmó la secuencia, ésta no se inserta en la película, queda fuera. Y
remata: “Siempre hay dos películas: la que se hace y la que queda en el camino.
La segunda suele ser mejor, casi siempre. Sospecho que sucede otro tanto con
los acontecimiento históricos: siempre hay varias sendas simultáneas y
solamente la imaginación permite rastrearlas todas…”
Estoy
de acuerdo con Chaplin, pero la imaginación del señor Harkaitz Cano no llega ni
iniciar el camino. Justo cuando se escapa del barco Chaplin y se encuentra con
el francés, ahora ya un viejecillo encorvado y quien el da asilo, uno espera
que se desate la acción pero nada, páginas y páginas de acciones que no van a
ninguna parte, el novelista no logra ni cautivarnos ni revelarnos nada. De qué
sirve que Chaplin escriba un largo texto que al parecer es una obra de teatro,
si este no juega ningún papel (finalmente, cuando Chaplin y Hitler se pelean,
las hojas vuelan y ya). Uno esperaría que Chaplin volviera a retar a Hitler,
que esa obra jugará un papel importante en la rebelión contra el dictador, que
Hitler quedara humillado ante el poder creativo del comediante, pero nada, el
texto es un callejón sin salida como todas las acciones del libro.
Al final,
queda un sentimiento de frustración de que a tan mal novelista le hayan editado
un bello libro cuyo valor está justamente en el diseño y en el papel que fue
impreso.
Lástima.
Para consolarnos nos queda, aunque no fue de sus películas mayores, ver de
nuevo El gran dictador y reír con el
ya envejecido Chaplin pero aún con la suficiente pólvora para conmover al
respetable.