domingo, 11 de enero de 2009

CUBA, 50 AÑOS DE REVOLUCIÓN Y DESENCANTO


La revolución cubana se instauró en 1959 con la promesa de acabar con los vicios del capitalismo imperantes en la isla: prostitución, explotación de los recursos naturales y humanos, ausencia de libertades, miseria y hambre, entre otras tantas. E instaurar el paraíso socialista en la isla. Este 1 de enero de 2009, la revolución cubana cumplió 50 años y han aparecido en los medios nacionales impresos reportajes y recuentos de estos 50 años de paraíso socialista.
    A finales de mayo asistí al XIII Festival Internacional de Poesía que se celebró en la Habana y me permitió ver de cerca una realidad insospechada aún para quienes admiramos la isla, su historia, su música y recibimos su influencia de muchas maneras.
     Para muchos, cuando oímos la palabra Cuba, diversas imágenes vienen nuestra mente: ron, mujeres voluptuosas de piel cobriza o negra, las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, Noel Nicola, Virulo, Frank Delgado, Irakere, Compay Segundo y su Buena Vista Social Club, Benny Moré y hasta las de Celia Cruz; las películas de Gutiérrez Alea, los arrebatos verbales de Fidel Castro y sus espesas barbas, la mítica sonrisa del Che Guevara, deportistas de alto rendimiento como Teófilo Cubillas, los balseros,autos de modelos antiguos y la dignidad de un pueblo que se ha enfrentado a la máxima potencia, Estados Unidos, y sigue en pie.
    Pero pisar las calles de la Habana y sentir de cerca las ilusiones y desesperanzas de los cubanos rompe de pronto muchas de esas imágenes creadas, en gran parte, por los medios electrónicos, los libros de aventuras revolucionarias, las canciones inflamadas como las de Carlos Puebla (autor de la celebre canción “Hasta siempre comandante Che Guevara”), Silvio Rodríguez (“Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre”, dice la letra de una de sus canciones) y Pablo Milanes (“Amo esta isla, soy del Caribe jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe”).
     Eso me sucedió en mi visita a Cuba este mayo pasado. Era la primera vez que salía del país y me sentí feliz de que el primer país que iba a conocer fuese especialmente Cuba. Cuando el avión se acercaba a la isla, en medio de un cielo algodonado que impedía ver los biseles de sus playas, de pronto vi, en un hueco que se abrió entre las nubes, un campo verde, como jade, de una gran inmensidad. Esta era Cuba, la Cuba que iba al fin a conocer en vivo y a todo color. El avión bajó mucho más y pude distinguir las carreteras donde viajaban escasos vehículos y grandes extensiones de campo verde, sin cultivar. Esta fue mi primer sorpresa y pregunta ¿por qué no estaba cultivada su tierra, por qué no se veían maizales, platanares, trigo, sorgo u otros vegetales?
   En el aeropuerto José Martí también me sorprendió la desnudez de las paredes. Ni un cartel publicitario, ni grandes anuncios luminosos, ni siquiera muestras pictóricas cubanas o fotos de paisajes u objetos de artesanía. Nada, simplemente, nada. Paredes crudas con un color beige que le daba un tinte sepia a la terminal aérea. Y la sala de espera del aeropuerto era de una sencillez que daba la idea que había hecho un viaje al pasado: parecía la central camionera de una ciudad de provincia, como Celaya, por ejemplo, de hace algunos años. El José Martí en nada se parecía a un aeropuerto internacional. De alguna forma, me dije, era previsibe encontrar esto pues Cuba es un país, que después que la Unión Soviética desapareciera, se vio sumido en una crisis (que efumísticamente denominaron “periodo especial”) en virtud de la desaparición del apoyo económico que esta potencia le suministraba.
También me sorprendió que el aeropuerto estuviera en medio de una área semipoblada unida a la Habana por una estrecha carretera por la que circulaban muy pocos automóviles, muchos de ellos, como ya lo había visto en reportajes y en la televisión, de modelos sumamente antiguos y algunos francamente en grave deterioro; carcachas, pues.
     La camioneta (esta sí de modelo reciente propia para los turistas) que me transportaba junto con un par de paisanos (un médico que iba a un congreso y su hijo que aprovechaba la estancia del padre para turistear) tuvo que recorrer más de 30 kilómetros para empezar a entrar a la zona urbana de la Habana: allí, de pronto, hicieron su aparición grandes avenidas llenas de árboles y plantas y enormes edificios descacarachados, deslavados, despintados en los que, en uno de ellos, destacaba una enorme imagen del Che: era el edificio del Ministerio del Interior, que está junto a la Plaza de la Revolución. Luego me volví a encontrar ese mismo rostro del Che multiplicado en diversos lugares de la ciudad.
Había elegido un pequeño hotel de tres estrellas llamado “El Vedado”, ubicado en la calle O, junto a la famosa 23, donde se encuentra la heladería “Coppelia”, la cual desciende en una pendiente pronunciada hacia el malecón, razón por la que se le conoce como “La rampa”.
     Después de instalarme en mi rústico cuarto —en el quinto piso del hotel—, me asomé a la ventana a contemplar el paisaje urbano de la Habana. Frente al hotel había varios edificios de departamentos cuyas ventanas y puertas que daban a los balcones eran apenas cubiertos por cortinas que a cada golpe de viento permitía ver intermitentemente la intimidad de sus ocupantes. Los departamentos estaban en franca ruina. En una esquina había un montículo de escombros de donde la gente hurgaba para encontrar no sé qué cosa. Muy poca gente transitaba por la calle. Parecía como si el tiempo y el sol, que caía a plomo, se hubiesen detenido. Al fondo, un línea plomiza denunciaba que el mar, ante la ausencia del viento, se doraba en el calor del Atlántico.
   Para espantar la abulia y satisfacer mi curiosidad baje a caminar. Otra sorpresa me dio la bienvenida: no sé a qué artes se amparaban los cubanos para reconocer mi procedencia. “Mexicano, mexicano” era el epíteto repetido que me decían casi continuamente en la calle y un sujeto me abordaba a cada diez paso. Y por más que les explicaba que solo quería dar un breve paseo, ellos insistían en ofrecerme taxis (que nada identificaba como tales), tabaco, mujeres, tours a diversos sitios. Finalmente, uno se me pegó como chicle cuando yo iba saliendo de mi tímida y veloz visita al Coppelia y no me soltó hasta que vio que era imposible venderme algo ya ante las puertas del hotel donde regresaba molesto por no haber podido disfrutar mi paseo en paz.
   En este primer paseo descubrí que la Habana, salvo los abordajes, era una ciudad agradable, atractiva, a pesar del franco deterioro en muchos de sus edificios y el desencanto del Coppelia que resultó ser una especie de armazón de cemento más parecido a un mercado de pueblito que a un restaurante o una nevería famosa. Este aspecto era acentuado por la enorme cola que esperaba obtener un preciado sorbo refrescante en una tarde de clima inclemente. Y la locación donde se rodó la secuencia de “Fresa y Chocolate” era la sección de los extranjeros que lucía solitaria, pequeña, polvosa y olvidada. Días después compré allí un helado y me senté ante una mesita de plástico avejentada bajo la vigilante mirada del Che que me observaba desde el fondo.
   Pero ese primer domingo, harto de ser abordado, me refugié en el hotel a esperar que llegara el día siguiente e inciara el festival de poesía, pero en el hall vi un anuncio y me detuve a leerlo: era la oportunidad de no aburrirme encerrado en un cuarto de hotel y divertirme con el espectáculo musical que esa noche ofrecía el Hotel. Se iba a presentar Sonido Septeto Son grupo musical que en mi vida había escuchado y que resultó ser un grupo de excelente nivel. Mientras revisaba el cartel se me acercó un camarero, y al enterarse que estaba solo, me ofreció presentarme a unas amigas y me llevó a la alberca y le hizo una seña a una chavita que en ese momento disfrutaba del agua. La chavita (de unos 17 ó 18 años) era bajita, de buen cuerpo y de una espléndida sonrisa que de inmediato me empezó a contarme su vida de bailarina y modelo y con sus manitas no dejaba de acariciar mis manos y mis brazos, al tiempo que buscaba derretirme con sus tiernas miradas. No podía dar crédito. Estaba frente a uno de los atractivos turísticos de la isla: una jinetera. Esta menudita mujer que podría pasar por una inocente colegiala de prepa era una ¡jinetera! Pues no que estaban en el malecón (como decía una canción de Frank Delgado). Pues aquí, frente a mí, tenía a una de ellas dentro del hotel y a pleno día. Nada de que sólo salían de noche. He aquí una y nadie se espantaba. Alrededor varias familias disfrutaban de la tarde y del agua y parecía que ella era una amiga mía de mucho tiempo por la familiaridad con la que me hablaba. Pronto descubriría que en el hotel los camareros regenteaban una tropa de bellísimas jineteras que estaban a la disposición de los huéspedes las 24 horas del día. Vaya, vaya. Y había que pagar los servicios de la nena y el buen servicio del camarero. Todo perfectamente montado donde la discreción y precisión eran los distintivos. Es más, los camareros ofrecían entregas a domicilio, todo con una discreción absoluta para que nadie se diera cuenta.
     Mi primera noche fue atroz. En el día, la calle O es una tripa solitaria pero en la noche es el tránsito de cientos de alegres cubanos (que expresan su alegría a alaridos) y turistas que no cesan de fluir hasta que canta el gallo. A este concierto de voces aguardientosas se sumaba una gran cantidad de gotas enormes que escurrían del aparato de aire acondicionado del piso superior, amén del ruido de carcacha vieja de mi aparato enfriador. Todo ello completaban una orquesta infernal espanta sueños.
     Por ello, al otro día, cuando me ofrecieron conseguirme un lugar de hospedaje en una casa, con comida, un mejor precio y sin orquestas nocturnas, no lo pensé y abandoné el hotel. No sé si fue lo mejor, pero ahora tenía desayuno al cuarto a las 8 de la mañana y cena a las 10, además de interesantes pláticas con la gente del barrio, es decir, de la vecindad.
     El Festival, organizado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) que agrupa prácticamente a todos los artistas, dio comienzo al día siguiente, a las 10 de la mañana, con una ceremonia inaugural en la sala Villena que estaba a reventar. La convocatoria había atraído a más de 100 poetas de muchas partes del mundo, donde la presencia latinoamericana era mayoritaria.
Fue interesante encontrar allí a viejos amigos como el yucateco Jorge Cocom Pech, el maestro chiapaneco Juan Bañuelos, y a la guapa poetisa Lina Zerón, del DF, entre muchos otros. Pero lo más interesante fue hacerme de nuevos amigos, particularmente entre los poetas cubanos residentes en la Casa de Visitas de la UNEAC, que provenían de diversas provincias: Matanzas, Sancti Espiritus, Holguín, Las Tunas. A través de sus pláticas y especialmente de mi casero, David, fui descubriendo la Cuba que no aparece ni en el internet o que si aparece no es posible apreciarla. En Cuba, lo que ves, no es lo que piensas. Allí las cosas son siempre diferentes.
     Errores del partido y sus dirigente, como ha reconocido en su reciente discurso Raúl Castro con motivo del 50 aniversario de le Revolución, el bloqueo económico de Estados Unidos, la dependencia de la URSS por muchos años, particularmente la idea que la URSS era eterna, el burocratismo (denunciado por Tomás Gutiérrez Alea en su película La muerte de un burócrata) han hecho que los cubanos vivan al borde de la miseria, a pesar del subsidio alimenticio y en productos de consumo básico, subsidio que permite, además, que todos los cubanos tengan educación gratuita en cualquier nivel (incluyendo el universitario) y servicios médicos de alto nivel. Dos aspectos que han hecho de los cubanos ciudadanos con un alto nivel educativo y deportivo, pero no les ha curado de la idea de que el costo personal es muy alto y que ello valdrían más en cualquier otro país. Al menos eso dicen abiertamente muchos a quienes conocí personalmente, pues su salario es muy bajo que van desde los 7 pesos (sueldo de empleados y trabajos operativos) a 20 pesos cubanos (sueldo de médicos y científicos), que en pesos mexicanos equivaldrían a la mitad. Es decir, un médico ganaría 10 pesitos mexicanos al día, 70 a la semana, 300 al mes y 3600 al año. Visto así, es una miseria registrada solo en las zonas indígenas. Pero a esto habrá que sumarle los subsidios, lo cual reduce su aspecto dramático.
Esto explica muchas peculiaridades de la vida cotidiana de los cubanos y el asedio con que me recibieron a mi llegada, pues muchos artículos no básicos como ropa de calidad o de marca, zapatos de marca, perfumes, cepillos y pastas de dientes se venden en CUC, el peso cubano de intercambio, una especie de dólar con el que pagan los turistas. Y el CUC tiene un equivalente a 26 pesos cubanos. Y si a esto le agregamos que un cepillo de dientes puede costar 2 CUC, es decir, 52 pesos cubanos, un médico debe pagar su salario de casi tres días para comprar un simple cepillo. Y no se digan lo que tienen que pagar por un televisor, un DVD, una cámara de fotos o un celular o una laptop. Para un cubano estos son artículos inalcanzables. De aquí que se la pasen anhelando los aparatos de los turistas esperando que cuando se vaya les regale lo que pueda y si es un equipo de estos, mucho mejor. Cuando supe esto pudeexplicarme un hecho curioso: junto a la casa de David había una tienda que vendía motocicletas. Frente al aparador se agrupaban todos los días un nutrido grupo que en silencio contemplaba las relucientes motos nuevas, como si contemplaran la aparición de la virgen o un hecho inexplicable.
     En las visitas a los diversos lugares de lectura poética en el festival como la Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís (en la Habana vieja), el Salón Solidaridad del Hotel Habana Libre (en el Vedado), el Ministerio del Azúcar, la Casa de la Poesía (en la Habana vieja), la Empresa metalúrgica en San José de las Lajas, la Casa de las Américas, el Monumento a Bolívar o en la escalinata de la Universidad de La Habana, la ciudad se fue desnudando ante mí y se fue presentado tal y como es: una hermosa dama entrada en años, elegante, majestuosa, pero ataviada con un vestido viejo, roto y empolvado cuyas faldas cobijan a más de dos millones de cubanos que salen cada día a las calles a buscar denodadamente como completar su magro salario no importando si la actividad es ilegal, como muchas de las que hacen: jinetar (de día o de noche, fuera y dentro de los hoteles o en los parques), botear (usar sus automóviles destartalados como taxis piratas), vender tabaco (hasta los médicos venden estos productos), rentar sus casa (parten sus viviendas en dos para abrir un departamentito que rentan a menor precio que los hoteles a los turistas extranjeros), instalar paladares (restaurantes clandestinos), vender boletos de avión o autobús bajo cuerda o embaucar turistas distraídos. Todas estas actividades están prohibidas y purgan pesadas condenas cuando son atrapados, pero a pesar de ello muchos cubanos las realizan y todas ellas a pesar de que se ofrecen a plena luz del día, a la vista de todos, ni se ven ni se sienten.
     A diferencia del comercio ilegal o ambulante en México, que se practica a grito pelado, en Cuba no es así. Buscan la manera para que estas actividades pasen inadvertidas. Por ejemplo, el “boteo”. Cuando uno sale a la calle ve pasar, como en cualquier ciudad, muchos automóviles y uno pensaría que van de compras o a trabajar o a visitar un pariente o amigo o simplemente de paseo. Pero si uno levanta la mano como para pedir la parada de un taxi uno ve con asombro que se detiene cualquiera de los automóviles. Intrigado ante ello, le pregunté a una amiga cubana que cómo le hacía para saber cuál automóvil era taxi y cuál no, ella me contestó con una sonrisa: “Ay querido, levanta la mano y si se detiene, es taxi”. Un amigo de David, mi casero, una noche de ron, me explicaba que esta actividad estaba prohibida y se castigaba con el decomiso del automóvil y un tiempo en la cárcel, pero que hasta los policías, si tenían un carro, lo practicaban. Había que completar el gasto de cualquier forma y si para ello había que arriesgar el pellejo, lo arriesgaban. En Cuba la libre empresa está prohibida: todas las legales pertenecen al partido comunista. El changarrismo de fox en Cuba vive en el mercado negro, clandestino.
     Claro que la más escandalosa de estas actividades es la prostitución, pero es quizá la más redituable. Por ello se dedican a esta actividad, de pleno o a ratos, hasta las muchachas con estudios superiores (situación que reconoce hasta el propio Fidel Castro, según lo confesó y cuyo comentario aparece en el libro “En carne viva” de Joaquín Sabina). Quizá este fenómeno obedece a lo expresado por el dicho mexicano: “El hambre es canija y más el que la aguanta”. Una noche de placer les puede garantizar comida para más de un mes. Y pude ver que a ello se dedicaban muchas de ellas, hasta las que hablaban despectivamente de las jineteras, solo que estas castas mujeres usan los artilugios del amor y más tiempo para conseguir lo que desean. La sobrevivencia, definitivamente, no tiene moral, no puede tenerla.
     Ahora bien, esto no es para sorprender a nadie pues hasta los países más desarrollados tienen sus “asegunes”, diría mi tía, pero Cuba que prometía acabar con la prostitución y dignificar la vida humana ha caído en un juego de simulación e hipocresía como los demás, con la gravedad adicional de vivir en una isla donde las libertades han sido seriamente restringidas en aras de un ideal que día a día se hace añicos no sólo por los ataques externos sino por los sueños rotos de un pueblo que exige un cambio social radical lo cual no significa claudicar al socialismo sino corregir los errores o necesidades de sus dirigentes.
     Cuando estaba en la aeropuerto José Martí, esperando abordar mi vuelo de regreso a México, me encontré con un grupo de deportistas que habían asistido a un congreso y con quienes había platicado en el viaje de ida. También a ellos se le había roto un sueño. Desencantados de Cuba, ellos y yo, vimos con alegría y con nuevos ojos a nuestro México lindo y querido donde podíamos respirar un aire de libertad que Cuba no tiene.
     Cuando platicaba con la gente del “barrio”, como David llamaba a sus vecinos, y quienes se reunían en un pequeño patio a conversar y a beber ron, me sorprendió la estupefacción que mostraron cuando les explicaba en qué consistía la ciudad de México. No entendían eso de mencionar a una sola ciudad con varios nombres: DF, ciudad de México, zona conurbada, etc. Entonces les expliqué como la mancha urbana había rebasado los límites geográficos del DF (donde se inició) y había crecido hacía territorios del Estado de México, de modo que la ciudad de México era una pero asentada en dos territorios. Ante mi explicación uno de los amigos de David me preguntó si los que vivían en el Estado de México podían cambiarse al DF y viceversa. Cuando le dije que en México uno podía vivir donde uno quisiera me miraron sorprendidos y uno de ellos exclamó: “eso quiero verlo”. Luego supe que es muy difícil cambiar de residencia en Cuba. Muchos emigran a la Habana (como aquí al DF) pero pierden sus derechos y si son descubiertos son deportados a sus lugares de origen. Y me decían que había una ley, hoy derogada, que restringía la estancia de los cubanos orientales a solo 30 días para estar en la Habana. Cumplido el lapso, eran regresados a sus lugares de origen.
      Llegué a mi casa con un ideal maltrecho, cargada mi agenda de nuevos amigos y mi maleta de muchos libros de poesía de excelentes poetas cubanos y latinoamericanos con la esperanza de “pisar las calles nuevamente de lo que fue (La Habana empobrecida), y en una hermosa plaza liberada detenerme a (reir) por los (presentes)”.

EL GARABATO: Vicente Leñero

Jeremías Ramírez Hace no sé cuántos años que compré este libro, quizá unos 30. Fue a mediados de los ochenta cuando el FONCA sacó a la venta...